JUAN NEPOMUCENO LOBO
CARTA SOBRE EL P. ANTONIO M. CLARET
Reproducimos esta hermosa carta, redactada por uno de los mejo-
res amigos y colaboradores de San Antonio María Claret en su etapa
cubana. El texto nos ofrece episodios y detalles sobre la vida y la espi-
ritualidad del santo, que cobran hay un carácter de candente actualidad.
La carta del P. Lobo es una de las muchas que se solicitaron en
orden a la preparación de los materiales necesarios para iniciar la causa
de beatificación del santo Fundador. Como es bien sabido, uno de los
testigos más cercanos al arzobispo y más fiables era el P. Lobo, a quien
el P. José Xifré había pedido el testimonio que el eximio jesuíta nos ofrece
en este documento.
El P. Juan Nepomuceno Lobo, autor de esta carta, nació en Madrid el 16 de mayo de
- Bachiller en leyes por la universidad de Toledo en 1834. Doctor en jurisprudencia por la
universidad de Madrid el 26 de septiembre de 1843. Habilitado para ejercer la abogacía el 12 de
junio de 1846, poco después recibió la ordenación sacerdotal. Fue director espiritual de la Con-
gregación de la Doctrina Cristiana. Fue amigo íntimo de Santiago de Masamau y de Pedro de
Madrazo. El P. Claret dice de él: «A este sacerdote le conocí cuando fui a la Corte de paso para
las Islas Canarias, y me gustó mucho por su saber y virtud. Cuando fui arzobispo le convidé con
el provisorato, y, después de haberlo encomendado a Dios, lo aceptó; le proporcioné la dignidad
de tesorero y después el deanato a fin de que me vigilara el cabildo, y lo hizo muy bien. Igual-
mente desempeñó a mi satisfacción el provisorato y el encargo de gobernador en ausencia mía.
Es sacerdote de mucha virtud, saber y celo, y me ayudó mucho. Después renunció a todo lo que poseía y entró en la Compañía» (Aut. 591). Había sido nombrado tesorero de Santiago de Cuba
el 5 de noviembre de 1850, y había recibido la colación el 22 de febrero de 1851 (cf. EC, III, p.
197). El 7 de octubre de 1854 fue nombrado canónigo penitenciario (acta de elección: St. Cl.: CU
1392-1393) y deán desde el 1.° de febrero de 1855. En estos cargos demostró rectitud y talento.
Tuvo que soportar calumnias y persecuciones. Previa consulta al P. Claret (noviembre-diciembre
de 1855) y al P. Munar (abril-mayo 1856), y tras nueva consulta al arzobispo en los ejercicios
dados por el santo (15 de junio de 1856), resolvió renunciar a sus cargos y entrar en la Compa-
ñía de Jesús. Salió de Cuba, en dirección a Madrid y Roma, el 7 de octubre de aquel año. Entró
en la Compañía de Jesús en Loyola el 27 de abril de 1857 y profesó el 27 de abril de 1859. Per-
teneció a la Provincia de Toledo. Desde 1863 su ocupación principal fue dar misiones por pue-
blos y ciudades con residencia primero en Sevilla y después en el Puerto de Santa María, hasta
que con ocasión de la revolución de septiembre salió de España e hizo la tercera probación en
Francia, en la casa que para eso tenían los Padres de la Provincia de Champagne. En 1868 era
predicador supernumerario de la reina Isabel II. Profesó con el cuarto voto el 15 de agosto de
- Fue Provincial de Castilla (1871-1876), superior de la residencia de los jesuítas de Córdo-
ba y superior de la residencia de la calle de San Vicente Alta de Madrid. Destacó también como
orador sagrado. Fue hombre de gran espíritu de oración y mortificación. Murió piadosamente en
Madrid el 5 de diciembre de 1882.
«Aunque pequeño de estatura, era de figura simpática, de genio claro,
vivo y penetrante; dulce y afable en el trato, fina educación, rara afluencia natural de palabras y
conceptos; talento despejado, con dos carreras bien estudiadas, la de derecho y la de teología; con
nada vulgar erudición en distintos ramos del saber. Añadía a esto mucho trato de gentes, gran
conocimiento de los hombres y del corazón humano; con infinidad de relaciones personales de
amigos, afectos, conocidos en todas partes, especialmente en Madrid, donde conocía todo lo prin-
cipal de dicha villa»
Ju a n N epomuceno Lobo
Córdoba (España) 22 de Enero de 1880.
Muy reverendo Padre:
He retardado más de lo justo el contestar a la muy favorecida de V.
- del 20 de Noviembre, porque andaba muy ocupado dentro y fuera de
Córdoba y no me quedaba tiempo suficiente para escribir todo lo que me
ocurría decir sobre el delicadísimo asunto de que me pedía informes. Ya
no puedo prolongar más mi silencio sin faltar a la confianza de V. P. y a
lo que debí a mi inolvidable y santo Prelado el señor Claret.
- Le traté íntimamente durante seis años, y viví en su mismo pala-
cio en la ciudad de Santiago de Cuba para donde me embarqué juntamente
con él y con otros misioneros que le acompañaron, haciéndonos a la vela
en el puerto de Barcelona. Durante la navegación ejercitó su celo apostó-
lico: llevábamos una vida como de religiosos, distribuido el tiempo en
meditación, santo sacrificio de la misa que se celebraba diariamente; rezo
del oficio divino en común; como también la lectura espiritual; conferen-
cias de liturgia y de mística, y sermón que dirigía él a la tripulación todos
los días de fiesta, y el santo Rosario todos los días. No quedó ni un pasa-
jero, ni tripulante, desde el Capitán al último grumete, que no hiciese con-
fesión, los más de ellos general durante la travesía, y que no recibiese la
sagrada comunión; y fue de notar que casi todos hicieron la confesión con
el Sr. Claret. El más rehacio (sic) lo hizo la víspera de desembarcar en
Cuba y a los tres días murió de un ataque fulminante de vómito. ¡Qué sin-
gular providencia de Dios y qué misericordia tan adorable!
- Siempre observé en el Sr. Claret una vida ejemplarísima, res-
plandeciendo en todas las virtudes que le hacían modelo singularísimo de
Prelados y de varones apostólicos. Piadoso en sumo grado, puede asegu-
rarse que su trato con Dios era familiar y continuo, sin perderle nunca de
vista. Consagraba a la oración no pocas horas cada día, a pesar de sus
graves y muchas ocupaciones propias de su elevado cargo, y las que le
sugería el celo de la gloria de Dios que le devoró siempre. En el minis-
terio de la predicación y confesión se ejercitó de continuo. En casa no
manifestaba menos ese celo en favor de sus familiares, dirigía la medita-
ción que se hacía en común; rezaba con ellos de noche el santo Rosario,
preparaba los puntos de meditación para el día siguiente y concluía con
el examen vespertino y las oraciones últimas para recogerse al descanso.
- A la Santísima Virgen profesaba muy tierna y especial devoción,
y, como decía frecuentemente, ya predicando, ya en sus familiares con-
versaciones, la tenía encomendada particularísimamente la custodia de la
diócesis. Desde muy tierna edad venía rezándole de rodillas y diariamente
el Rosario de quince dieces sin descuidarlo un solo día ni aun en los tiem-
pos de viajes, visita y misiones.
- A cada paso se le oían jaculatorias como éstas: Misericordias Domi-
ni in aetemum cantabo. Benedicite D[omi]no quoniam bonus, quoniam in
saeculum misericordia ejus. Nd puedo entender, decía a menudo, cómo
amándonos Dios tanto, le amamos nosotros tan poco. Tenía especial don,
en los breves tiempos de descanso, que se permitía después de comer con
sus familiares, de espiritualizar las conversaciones sin la menor violencia.
A veces dejaba ver en el rostro cómo le abrasaba el corazón el fuego del
amor divino. Su modestia era incomparable: jamás miraba a las personas
del sexo [contrario], y cuando era preciso, las hablaba, bajos naturalmen-
te los ojos y con muy afable gravedad. En toda su conducta y modo de
obrar se ajustaba con la más delicada exactitud a las prácticas en que se
ejercitó durante su permanencia en el noviciado de la Compañía. Lo que
allí aprendió, no lo olvidó ni descuidó jamás. Más tarde, entrando yo en
la Compañía, tuve ocasión de conocerlo así, y de admirarme, porque los
más fervorosos y observantes religiosos no me dieron más cabal ejemplo
que él, de la delicada observancia de la perfección religiosa.
Tan grande era el aprecio y amor que profesó a la Compañía de
Jesús, que supo inspirarlo a todos sus familiares, cinco de los cuales ingre-
saron en ella. Apenas llegado a Cuba, elevó al Supremo gobierno de
Madrid una razonada exposición ponderando la necesidad de su restable-
cimiento en las posesiones de Ultramar, y especialmente en las Antillas,
sobre todo para confiarles la educación de la juventud y misiones. El
resultado fue como lo apetecía: la Reina Isabel publicó una real Cédula
en 26 de Noviembre de 1852, y en ella, respecto a la conveniencia de
restablecer la Compañía, se reproducen frases notables de la exposición
del Sr. Claret. Lo cual prueba que el Gobierno tuvo muy en cuenta sus
razones alegadas.
- Mantuvo relación de correspondencia, algunas veces con el Venera-
ble R Roothaan, Prepósito General de la Compañía de Jesús, el cual le
había admitido en ella personalmente en Roma; y cuando por motivo de
una especie de parálisis que allí acometió al Sr. Claret, hubo necesidad
de enviarle a su país natal, al despedirse del Venerable P. Roothaan, éste
le anunció que si el Señor la había llevado a la Compañía fue para ejer-
citarse en su modo de vida, que luego debía aplicar incesantemente, como
la manera de dar los ejercicios espirituales al clero en el siglo, donde Dios
le llevaba de nuevo para que le rindiera mucha gloria, y en mayor esca-
la que hubiera podido hacerlo como mero religioso de la Compañía. El
resultado justificó bien pronto un anuncio que pareció profético.
- Los prodigios que obró como misionero en Cataluña y en Cana-
rias, y la manera como obedeció con gran rendimiento de voluntad y de
juicio a los Prelados que le gobernaban, V. P. lo sabe tan bien y mejor
que yo.
- Tenía profundamente gravada (sic) en su mente y en su corazón
la doctrina admirable sobre la obediencia en todos los grados de su mayor
perfección, que tan preciosamente dejó trazada mi Santo Padre Ignacio
de Loyola en una carta dirigida desde Roma a los Padres y hermanos de
la Compañía de la Provincia de Portugal, que tal vez V. P. haya leído y
considerado alguna vez, porque va inserta en el Sumario de nuestras Cons-
tituciones bastante conocidas de todos. Ocasiones se le ofrecieron muy
arduas con el tiempo, en que hizo perfectísima aplicación de aquella doc-
trina, en su obediencia al Santísimo Padre Pío IX en cuestiones o asun-
tos de la mayor trascendencia; V. P. debe comprender a qué casos aludo.
Habrá visto documentos que a mí me mostró.
- Siendo Arzobispo, todos los años dirigía por sí mismo los ejerci-
cios espirituales en su diócesis, primero a sus familiares haciéndolos él
de paso, y besándoles al fin a todos los pies. Luego los dirigía asimismo
al Clero por lo menos en las ciudades de Santiago de Cuba y de Puerto
Príncipe.
- Seguía muy solícito a San Carlos Borromeo en la manera de vigi-
lar al clero; tenía sus confidentes especiales y secretos para vigilar y ente-
rarse de la conducta de todos ellos; apuraba los medios que la caridad le
aconsejaba para atraerse al buen camino a los extraviados, y si no lo con-
seguía, se llenaba de prudente fortaleza removiendo a los contumaces para
evitar y reparar los escándalos. Dio muestras de esta misma fortaleza en
algún caso extraordinario, resistiendo con entereza a los que prevalidos
de autoridad, querían escusar y aun impedir en un caso dado que ejerci-
tase el Sr. Claret su potestad espiritual contra un público y escandaloso
contubernio que se resistía a reparar el escándalo. Y tuvo la suficiente
energía para acudir en queja al Supremo Gobierno de Madrid.
- Erigió nuevas parroquias en una diócesis tan vasta y necesitada.
Organizó perfectamente el servicio de la cura de almas, y de la adminis-
tración parroquial en punto a libros y demás; y en el orden y tiempo opor-
tuno para acudir a la capital a pesar las largas distancias y de la casi impo-
sibilidad de comunicaciones entre muchos puntos para proveerse de los
santos óleos, y sobre el modo de custodiarlos y conservarlos como es pre-
ciso; y para todo ello hallaba modo de vencer las grande dificultades que
la situación del país, en muchas partes tan poco habitado, hacía como
insuperables, y daba cierto pretexto a los abusos.
- Organizó el Seminario valiéndose de sujetos aptos para la ense-
ñanza y para la dirección espiritual, y así logró comunicar al nuevo plan-
tel de jóvenes el espíritu eclesiástico, con la práctica de la oración men-
tal, de la piedad, de los exámenes y lecturas, de la frecuencia de sacra-
mentos y de los ejercicios espirituales de cada año.
- En las letras humanas y sagradas, no dio el Seminario menores
resultados. Celosísimo en la delicada función de ordenar a dignos, hubo
de dejar para casi dos años sin admitir a orden sacro, porque en esta mate-
ria era muy necesaria la reforma, a causa de que muchos, por entrar en
posesión de pingües capellanías gentilicias, solicitaban las órdenes. A los
tales estrechaba para que se pusiesen en condiciones de probar su voca-
ción, y de ingresar en el Seminario, y si no respondían a estos medios
les privaba de sus capellanías para darlas a otros más dignos.
- Tenía por máxima, y lo cumplía, ser preferible dejar los pueblos
sin sacerdotes, antes que enviar un indigno; había observado por propia
experiencia que en los puntos, donde no había clérigos, se cumplía mejor
la ley natural; y que corregido el abuso de las uniones ilícitas por la cele-
bración de matrimonios durante las misiones, solía suceder que volvien-
do a los mismos lugares al cabo de dos años, muchos se habían conser-
vado en gracia.
Por el contrario, en los pueblos regidos por clérigos indignos, las
costumbres eran depravadas. A añadía el santo Prelado: «Dios no me envía
verdaderamente llamados, el mismo Señor cuidará de aquellas almas por
medio de sus ángeles. A Dios toca el llamar; yo no he de introducir indig-
nos en el rebaño para que lo devoren en lugar de apacentarlo». ¡Qué máxi-
ma tan sabia y tan comprobada sus buenos resultados!
- El celo de la gloria de Dios que le devoraba, lo empleaba de
mil maneras para con su grey. En seis años que gobernó personalmente
la vasta diócesis llegó a visitarla toda tres veces, en una extensión de 190
leguas de longitud, y por muchas partes de más de cuarenta de ancho. No
hubo pueblo ni ranchería que no visitase, teniendo que atravesar páramos
y sabanas dilatadísimas, siempre a caballo y por senderos poco o nada
conocidos. Las jomadas no bajaban de 20 leguas, y ocasiones hubo en
que se pasaron 24 horas sin probar alimento, y bajo un clima abrasador,
como de zona tropical.
En cuanto llegaba con sus misioneros al punto a que se dirigían,
daba principio a la misión, que él mismo predicaba siempre, ayudándole
en las doctrinas los misioneros.
- El tiempo en que no predicaba, lo gastaba en el confesonario.
Se levantaba antes de las cuatro de la mañana, y nunca celebraba sin haber
pasado una hora en oración; como tampoco omitía ningún día el Rosa-
rio, exámenes y demás prácticas de piedad por mucha que fuera la con-
currencia al confesonario; ni se escusaba de leer diariamente dos o tres
capítulos de la Biblia, en cuya práctica constante lograba dar cima todos
los años, exceptuados los salmos; ésta fue costumbre que observó, a lo
que entiendo, desde que recibió las órdenes sagradas.
Concluida la misión, administraba el sacramento de la confirmación
a párvulos y adultos, y con ayuda de los misioneros legitimaba las reu-
niones de los que antes vivían en contubernio.
De tales uniones llegaron a verificarse sobre doce mil matrimonios,
y fueron legitimados como cuarenta mil hijos naturales.
- Grandes persecuciones le sobrevinieron por ello, tanto al digní-
simo prelado, como a sus misioneros. Quería hacerse creer que con tales
uniones de pardos con blancos, se contrariaban las disposiciones legales
vigentes sobre matrimonios entre gentes de diverso color. Formáronse
numerosos expedientes; se escitó contra él la acción de las Audiencias de
Puerto Príncipe y la Habana, y de las superiores autoridades de la Isla,
pero al fin se obtuvo feliz resultado. Dos veces a propuesta del Fiscal de
la Audiencia de la Habana se le pidió por dos capitanes generales que
respondiera a los cargos que resultaban de tantos expedientes, y sobre la
legalidad de estos matrimonios; el Sr. Claret desvaneció los argumentos,
puso en claro los hechos y probó que en nada se había infringido la legis-
lación vigente, que se habían reparado males de grandísima considera-
ción; así como demostró la alta conveniencia social, política y moral de
haberse corregido el escándalo y evitado las consecuencias funestas de
tan detestables contubernios. El Fiscal de la Audiencia se adhirió en todas
sus partes al informe del Arzobispo, añadiendo que, si daba parecer, era
por cumplir con su ministerio, pero que no tenía nada que añadir ni variar
a lo que expuso el Arzobispo, cuyo plan era deber adoptarse en todas sus
partes. Así lo estimó el Real Acuerdo, y el Capitán General se conformó
en un todo con lo que le proponía la Audiencia territorial, dio el triunfo
al señor Claret y proporcionó a la isla uno de los mayores beneficios debi-
dos a la misión, en el orden político civil y religioso.
- En las visitas, concluido todo lo relativo a misión y confirmacio-
nes, procedía el Sr. Claret al examen riguroso y detenido de los libros parro-
quiales; comprobaba las fechas de los nacidos y su condición de legítimos
o naturales para hacer cargo a los párrocos y amonestar dulcemente o con
autoridad, si no eran escuchadas o atendidas sus paternales exhortaciones,
tratando a todo trance de corregir el escándalo o con la unión conyugal o
por la separación, valiéndose en tal caso del auxilio del brazo secular.
- Repartía libros buenos a millares; los recibía frecuentemente de
la librería religiosa de Barcelona que él había creado anteriormente.
A fuerza de catequizar al pueblo, logró que apenas se encontrasen
gentes de color, pequeños ni grandes que no aprendiesen el pequeño resu-
men de lo principal de la doctrina cristiana, expuesto en un librito que
tituló Maná del cristiano; de este librito se distribuyeron en las misiones
centenares de miles de ejemplares; ¡tanto se propagó!
En este ramo de buenos libros empleaba anualmente una buena parte
de sus rentas. De paso se recogían los malos en mucha cantidad.
- El fruto de las misiones es incalculable, eran casi sin intermisión.
Puede asegurarse que no quedó lugar habitado a donde no acudiese. Hizo
tres veces en seis años la visita de toda la diócesis empezando siempre
por el templo catedral, cuyo cabildo correspondía perfectamente al celo de
su digno Prelado. Mientras permaneció en la capital apenas dejó de pre-
dicar ningún día festivo. Estableció el jubileo circular de las cuarenta horas.
En la misma capital dirigió misiones con copioso fruto. Así empezó a darse
a conocer y apreciar. Estableció catequesis para los niños en los atrios de
las Iglesias; desgraciadamente esta última práctica no se continuó, no por
falta suya aunque era tan provechosa y edificante.
Pasaron sin duda de 300.000 el número de comuniones en las dos
primeras visitas de la diócesis y el de las confirmaciones fue tan com-
pleto que apenas quedaría adulto ni párvulo sin recibir este sacramento,
advirtiendo que en catorce años seguidos tuvo que vivir ausentado de la
diócesis el antecesor del señor Claret.
- El empleo que hacía de sus rentas era como convenía a un ver-
dadero apóstol, todo en beneficio de los pobres. Costóle gran trabajo resol-
verse a señalar una mínima pensión vitalicia de diez reales diarios a su
padre, pobre obrero, septuagenario e impedido para trabajar por su mucha
edad, y otros achaques.
Llegaba a tal punto su delicadeza en esta parte, que no se creía auto-
rizado para distraer de los pobres de su diócesis ni aun aquella reducida
suma que apenas hubo de satisfacer por dos años. Me consta que lo con-
sultó con un sabio y virtuosísimo prelado, el Sr. Codina Obispo dimisio-
nario de Canarias, y con su prudente consejo se resolvió a hacerlo y aten-
der esta obligación tan natural y debida.
Pronto murió su padre y ya pudo consumir todos sus haberes en los
pobres de su grey, salvo la pequeña cuota con que atendía a la frugal ali-
mentación propia de sus misioneros pobres y virtuosos sacerdotes que le
acompañaban desde la península. En Cuba se le asociaron dos capuchi-
nos ejemplares; a uno destinó por su capacidad a la enseñanza de la Teo-
logía del Seminario y el otro a las misiones. Hoy es éste Provincial de
su orden en Andalucía.
- No tuvo más servidores que un paje y un cocinero y el portero,
ostenido éste a medias por la secretaría de cámara y por el tribunal ecle-
siástico para ejercer además las funciones de alguacil. La comida era muy
frugal; el Sr. Claret no probaba la carne y así no hacía más que una comi-
da como si ayunase o tal vez ayunaba todo el año.
- Eran numerosísimas las familias que socorría; edificó y realizó
en muchas partes la construcción de una casa de caridad, en que quería
establecer escuelas y granja modelo en la ciudad de Puerto Príncipe, sin
querer recibir de nadie limosna alguna con que ayudasen a la erección.
Lástima que por verse obligado a trasladarse a la Península hubo de dejar-
la sin concluir. Pensaba encomendar su dirección al Instituto de los her-
manos de la caridad. Hizo renuncia de todo porque no podía aquietar su
conciencia con tener que residir en Madrid indefinidamente dejando esa
su diócesis. Así que desde poco de su llegada a la corte, viendo que no
se le dejaba regresar, insistió en la renuncia del Obispado, que al fin obtu-
vo de su Santidad.
- Dejó también en Cuba instalada una Comunidad de religiosas de
la Enseñanza reformadas, para la educación religiosa de las niñas y cuya
nueva regla hizo ensayar y aprobó por escrito que al efecto recibió de la
Santa Sede. También le autorizó para subsanar y legitimar la jurisdicción
eclesiástica en Puerto Rico, a causa de una intrusión, y para delegar su
facultad apostólica en clérigo de virtud y respeto, y al efecto designó el
que a poco fue instituido Obispo de aquella diócesis, un virtuosísimo capu-
chino, el P. Carrión de Málaga, según se nombran en la orden por el pue-
blo de su nacimiento.
- Tengo para mí que más de una vez se le hubo de aparecer la
Santísima Virgen. Una de ellas le sorprendí en su despacho en profunda
oración ante la imagen del Rosario que siempre llevaba consigo en las
misiones. Estaba muy conmovido, algo de ello me pudo dar a entender.
- En otra ocasión estando en Holguín empezando una misión, al
bajar del púlpito se le acercó un foragido, saliendo del templo y le ases-
tó un golpe de navaja al cuello causándole en la cara una profunda heri-
da y otra en la mano. Milagrosamente le salvó la Virgen; sintió en aque-
lla noche dulcísimas consolaciones en su alma.
- Siguió la curación de las heridas y los médicos no hallaban medio
de curarle una fístula salival que se le formó en el carrillo a consecuen-
cia de la herida. Era tanta la saliva que de ella fluía que empapaba todos
los pañuelos que se le aplicaban. Era necesario esperar a que cesase la
inflamación para ver si se remediaba el mal, y una noche de repente se
sintió curado a pesar de la inflamación. El lo atribuyó a favor de la Vir-
gen; los médicos protestaban, que dadas las condiciones de la herida e
inflamación, el resultado instantáneo no podía ser natural. Ello es que la
fístula desapareció.
El Sr. Arzobispo me escribió después, que aquella noche la Santísi-
ma Virgen le llenó de consolaciones espirituales, como nunca las había
experimentado iguales.
- Dios le concedió entre otros insignes favores el de revelarle terri-
bles castigos que iba a descargar sobre su diócesis. Predicando en misio
nes en Cuba y Bayamo los anunció a su auditorio. Estos azotes eran tres:
Terremotos, cólera morbo y otro más terrible que no quiso revelar. Suce-
dió como lo dijo; a poco ocurrió el gran temblor de tierra, que inutilizó los
más de los templos, especialmente en Cuba y Bayamo, dejando muy resen-
tidas y mal paradas y aún no pocas arruinadas las casas de Cuba y Baya-
mo principalmente. El cabildo Catedral, cuyo templo quedó muy mal para-
do e inutilizado para el culto, celebró con aprobación del Sr. Claret un
solemne novenario de rogativas a la Santísima Virgen de la Caridad, cuya
devoción es muy general entre todos los habitantes de la Isla; el fin de esta
rogativa era aplacar la justicia divina ofendida. Preparóse al efecto en el
plano de la marina junto al muelle, una capilla barraca, formada con tol-
dos y colgaduras y en ella se erigió un altar y se colocó un púlpito. Duran-
te los nueve días el Cabildo, precedido por el dignísimo prelado, iba pro-
cesionalmente desde la capilla del Seminario a aquel lugar; celebrábase
solemnemente el Santo Sacrificio, se rezaba la novena a la Santísima Vir-
gen y el Sr. Claret ocupaba todos los días la sagrada Cátedra, exhortando
a todos a la penitencia. Para moverlos recordó su triste anuncio de los tres
castigos: el 1.° ya lo veían cumplido, les dijo, el terremoto, el 2.° se reali-
zaría muy pronto: el cólera morbo. Es muy de notar que nunca se había
sufrido aquella peste en la parte más oriental, a pesar de que la Occiden-
tal había sido muy afligida de ella desde 1834, hasta llegar a hacerse epi-
démica la enfermedad. Pues a los dos meses de este terrible anuncio, aco-
metió la peste a Cuba y a toda la parte oriental, con tal vehemencia, que
hizo sin número de víctimas. En su mayor apogeo se sintió otro terrible
terremoto que acabó de llenar de ruinas las poblaciones especialmente a
Cuba y Bayamo y de consternación a sus habitantes. Por razones de pru-
dencia no creyó deber revelar el último y más pavoroso de los 3 castigos,
que aseguró ocurriría más adelante y más funesto y duradero. Supimos que
aludía a la fatal insurrección que ha asolado por diez años aquella región
oriental, diócesis de Cuba, mucho más que al resto de la isla.
- La humildad de este insigne varón era profunda, se tenía por el
menor de todos y aún aprovechaba ocasiones de confundirse ante ellos.
- Después del atentado contra su vida en Holguín, pasó a visitar-
le allí el Capitán General de la Isla e instó con el mayor empeño para
que si el desgraciado agresor era condenado a muerte se le indultare como
formalmente lo suplicaba. La primera palabra que había dicho al sufrir el
golpe, fue que no hagan mal alguno a ese desgraciado.
Este tal había obtenido tiempo antes la libertad por medición del Sr.
Claret.
Acusado de homicidio de que se le creía autor no se le pudo pro-
bar, suficientemente, pero se le retenía en la cárcel, detenida la causa y
por ruegos del Sr. Claret se aceleró el expediente conforme a derecho y
se le dejó libre. A tal desagradecido escogieron como instrumento los que
parece que fraguaron la muerte del Santo Prelado.
De otras muchas cosas podría decir, si no fueran como ampliación
de lo dicho: creo que con esto basta para satisfacer a lo que V. P. desea
saber pidiendo informes.
- Para concluir añadiré que desde las primeras autoridades hasta las
personas más insignificantes y aun los mismos enemigos, todos tenían y acla-
maban al Sr. Claret como un verdadero Santo y se lo manifestaban siempre.
Pobrísimo en su persona y ajuar y en cuanto a su persona se refie-
re; amante de los pobres; asequible a todos, solícito del bien general y
particular con entrañas de verdadero padre de todos; siempre amoroso
para atraer a Dios a todos aun a los díscolos, pero enérgico y prudente a
la vez, alentaba a los buenos, contenía a los malos, y a todos los lleva-
ba en lo más íntimo de su corazón, porque por todos se desvivía. Así en
tiempo de la peste, continuando las misiones y visitas por toda la dióce-
sis, acudía a cualquier ranchería por donde pasaba asistiendo y confesan-
do a los apestados. Todo era grande en este gran siervo de Dios.
Piadosamente podemos creer que está en el cielo gozando el premio
de sus merecimientos. Si así es como creemos, roguemos al Señor que el
fundador de la Congregación de misioneros del Corazón Purísimo de María
Santísima sea venerado por el pueblo cristiano, como se venera a los gran-
des siervos de Dios Nuestro Señor, si así conviene a su mayor gloria.
Me encomiendo muy especialmente a las oraciones y santos sacrifi-
cios de V. P. humilde y respetuoso siervo en Cristo Jesús.
Juan N. Lobo, S. J. (3)