Jesús Aníbal Gómez

Beato Jesús Aníbal Gómez Gómez

(1.914 – 1.936)

28 de Julio de 1.936 – Fernán Caballero

«Familia y Paisaje…»

Atardecer de domingo allá por las postrimerías de Diciembre de 1.924.

Tarso vive sus doce años de fundado, lomas arriba del Cauca, en el camino que trepa, entre cafetales, cañaduzales y potreros hacia la meseta en que se encarama Jericó.

Don Jesús Gómez, señor de noble estampa y dilatadas haciendas, regaló el terreno para la plaza y la iglesia del vecindario.

Para este año de 1.924 ya emigró de esa tierra y parte de sus haciendas pertenece a su hermano, Ismael Gómez, otro gran señor, leído, letrado y con ojo certero para el negocio.

Don Ismael vive, arriba del vecindario, en una casa campesina, que es el centro de la hacienda «El Paisaje», así llamada porque desde el corredor balconero de la casa el ojo señorea uno de los más bellos panoramas: el telón azul de montañas que al otro lado de la hondonada del Cauca se extiende desde los farallones de Urrao hasta los declives de Fredonia. En «El Paisaje» hay un hombre serio, de escasas palabras que ordena, manda y moviliza; la hacienda es una gran colmena de tierras calientes; hay una mujer como la que nos pinta el libro de la Sabiduría; hacendosa, previsora, de ilimitada confianza en Dios; se llama doña Julia Gómez, hija del coronel Cesáreo Gómez, prohombre de Marinilla; hay catorce muchachos de todos los temperamentos, pero concordes en la fe y en el gozo de vivir.

El menor de todos es Jesús Aníbal. Nació allí, en la casa campestre, el 13 de Junio de 1.914 y lo bautizó el 22 un claretiano español, con alma de santo, que se llamaba Narciso Rodríguez y murió años después en un tambo pajizo de la selva chocoana.

La partida de bautismo se conserva registrada en el archivo parroquial de la catedral de Jericó, ya que Tarso era población incipiente no declarada aún parroquia ni municipio. Y su familia, habitualmente, residía en Jericó que puede muy bien reclamar como hijo suyo a este Siervo de Dios.

Muy niño aún aprendió las primeras letras y nociones en el Colegio de las Hermanas de la Presentación de Jericó; en 1.921 recibió a Cristo por vez primera y poco después fue matriculado en el Colegio San José de los Hermanos Lasallistas. Siempre y en todo, fue un dechado de viveza, de incontaminada inocencia, de trisca retozona.

Y desde entonces se sintió extrañamente señoreado por el pensamiento de salvar su alma… Como le sucediera un siglo antes, en una población de España, al niño Antonio Claret… Sobre sus diez años de intacta pureza aletean los designios de Cristo.

Jesús de Nazareth llama a Jesús de Tarso

Fue una tarde de domingo. Terminada la catequesis, impartida en el templo por el inolvidable párroco de aquellos días, Padre Ezequiel Pérez, los niños retozábamos con bulliciosa algarabía en esta misma plaza y en este mismo sitio en que ahora se levanta el bronce glorificador. En la puerta de la casa cural, aquella «casa de todos» que cantara nuestro gran poeta Rafael Pombo, un misionero claretiano de España indagaba por las vocaciones infantiles del pueblo. Y le señalaron con el dedo a dos muchachos que allí cerca jugueteaban.

Uno de ellos era Jesús Aníbal Gómez, entonces en la espiga promisoria de sus diez años.

A la mañana siguiente, Francisco García, el misionero español, subía hacia El Paisaje, jinete en un buen corcel y al llegar a la casona y sin desmontar siquiera gritó con su nativa campechanía española:

– ¿Qué le tienen aquí al Corazón de María?

– Padre, le respondió el jefe de la familia, ya le hemos dado buenas limosnas para su santuario de Jericó.

– La limosna es otra cosa, aclaró el Padre Misionero. Vengo a llevarme a Jesús Aníbal para misionero del Corazón de María.

Sin oposición, sin titubeos, con fe intrépida y con sencillo heroísmo, el viejo patriarca, curtido en la colonización de este rincón del suroeste, y la madre, hacendosa y virtuosa como la mujer fuerte de la Biblia, entregaron su tesoro, el menor de los catorce hijos, sin sospechar que le entregaban a Tarso y Jericó su más noble figura y a los Claretianos y a la Iglesia un futuro testigo de Cristo.

«Adiós, casita blanca»

La madrugada del 26 de Enero de 1.925 había rebullicio en la casona campestre de «El Paisaje», lomas arriba de la población de Tarso. Cuando, todavía entre oscura niebla, se levantó Jesús Aníbal, ya en el patiecillo de entrada, amarrados a la baranda del corredor, estaban los caballos enjaezados y con montura.

En el barranco cercano el chorro de la acequia rumoreaba su monotonía. Pronto la entera casa de los Gómez estuvo en movimiento.

En días anteriores se hablaba del viaje de Jesús Aníbal el pequeño, como algo lejano. Aquella mañana, al despertar del sueño, despertaron también a una realidad que los oprimía: el menor de la casa se iba para la remota Bogotá. Se iba de sacerdote misionero y era fácil que no regresara nunca.

Por eso, aunque todos se movían, apenas hablaban. El padre, hombre austero y de pocas palabras, iba y venía por el corredor que mira hacia las hondonadas del Cauca. La madre, hacendosa y diligente, andaba en preparativos, disimulando sus lágrimas ante el desgarramiento de su niño.

El desayuno, ese día muy temprano y suculento, fue tomado por todos entre comentarios de evasiva alegría.

A un punto, Tulio, el que había de acompañar a Jesús Aníbal hasta Medellín, se levantó de la mesa, diciendo:

– No olviden que tenemos por delante un día entero de viaje.

Salieron todos al corredor.

Don Ismael entregó a su niño unas monedas para gastos y caprichos de viaje. La madre -era una santa- lo llamó unos momentos aparte y le susurró al oído unos consejos.

Entonces Jesús Aníbal se arrodilló y recibió la bendición de su madre santiguándose despacio y con la cabeza muy inclinada.

Fue, vistió sus zamarros de cuero peludo y montó con agilidad en la Pepa, mansurrona y de buen paso. Espoleó y echó a cabalgar, entre un revuelo de adioses.

Sus hermanos corrieron a situarse en la esquina del corredor ante el cual pasaba el camino y desde la baranda repitieron los adioses, mientras lo seguían con la mirada fija y el corazón oprimido.

Ya había clareado y abajo se divisaba la torre del campanario.

Once años contaba a la sazón Jesús Aníbal; posición social ventajosa, ricas haciendas familiares. Se le amaba por su inocencia, por su alegría y por ser el pequeño de la casa. Y en esa madrugada de Enero, cuando quiebran albores, cantan los gallos y la neblina envuelve su nativo «Paisaje», poblado de recuerdos de la infancia, él dice adiós y se despide para seguir su estrella. Cabalga el pequeño jinete rumbo a su soñado destino de cálices y misas.

Jesús Aníbal ya no había de regresar a su pueblo; pero lo llevaría siempre incrustado en el alma como una dulce y tranquila obsesión.

En el seminario de Bosa

 Los Misioneros del Corazón de María, fundados por San Antonio María Claret, aventajado misionero español, arzobispo de Santiago de Cuba (1807 – 1870), habían llegado al Chocó en 1909, se habían difundido por toda Colombia como «auxiliares de los Pastores en el ministerio de la Palabra» y ya tenían establecido seminario en el histórico pueblo de Bosa, cercanías de Bogotá. A él llegó Jesús Aníbal en los primeros días de Febrero de 1.925.

Allí estudió humanidades, castellano, latín, griego, historia, etc. hasta 1.931. Allí se estudiaba, se rezaba, se cantaba, se jugaba y se soñaba en altos ideales de santidad y apostolado.

Un aspirante a santo…

Sobre el sencillo portalón triangular que da entrada al seminario de Bosa hay una especie de pedestal.

Una tarde, los niños están regresando de un paseo al morro de la estación… Agolpados ya ante las puertas, uno de los niños pregunta al P. Broto, su prefecto espiritual:

-¿A quién van a colocar ahí?»

– Al primero de ustedes que llegue a santo, responde el P. Broto.

– Ese voy a ser yo, dice Jesús Aníbal.

– ¿Con ese nombre que lleva? Qué ocurrencia: Juntar el nombre bendito de Jesús, el Salvador, con el de ese guerrero. No hay santo que se llame Aníbal y menos Jesús Aníbal.

– Voy a procurar ser el primero.

El Prefecto lo aprecia en alto grado. Guarda silencio y de seguro no descarta esa posibilidad. Al conocer, unos diez años después, su martirio en España, decía: ¡Qué lirio ha enviado Colombia a Cristo!

Lo que le inspiró un poeta pagano

 En el último año de seminario menor, Jesús Aníbal se ejercitaba ya en la traducción y el paladeo de los más altos poetas latinos: Virgilio y Horacio. Su profesor era el P. Teodoro Domínguez, auténtico humanista y excelente pedagogo español.

Entre las poesías de Horacio, «príncipe amable de la docta lira, guarda y maestro de la forma bella»… hay una famosa por su acicalamiento, su brevedad, su inspiración. Es la que empieza: «Quid dedicatum», que vierte así el P. Espinosa Polit:

«Hoy que a Febo dedican un templo, ¿qué le pide confiado su poeta?

Y al libar en la copa vino nuevo, ¿qué implora con plegaria discreta?

No las mieses opimas de Cerdeña la fértil, no las regias vacadas

que la Calabria ardiente por las laderas cría de sus hondas cañadas…

Ni el oro o los marfiles de la India fabulosa… (etc.)

A mí me bastan malvas, achicoria, aceitunas y que la edad me asalte sano, en paz con mis bienes, y sin que en ella la cítara me falte…»

El profesor decía a sus alumnos: “Pongamos el vino nuevo de las ideas cristianas en la copa antigua de los clásicos. Me van a imitar, al modo cristiano, esta oda del poeta Horacio…»

Jesús Aníbal, de sólo catorce años, escribió:

«¿Qué ha de pedir un misionero a María al tomar por vez primera en sus manos el cáliz con la sangre de Jesús?

No los deleites de este transitorio mundo.

No un estado donde no sienta el combate ni le aflija la tribulación.

Gocen de deleite aquellos ciegos mundanos; acumule montones de oro el avaro y el regalado beba exquisitos vinos.

Viva pobre y aliméntese el Misionero de comida frugal.

Pida a Dios que le dé, aún en su vejez, un corazón grande y siempre ardiente de celo, sin carecer hasta el último aliento de voz para extender el reinado de Jesucristo».

Así: horacianamente, cristianamente, claretianamente. Brevedad, trasparencia. Alteza de sentimientos.

En el seminario de Zipaquirá

En Zipaquirá los Claretianos regían el Colegio Nacional San Luis Gonzaga y habían levantado su Colegio Mayor para estudios de filosofía y teología. De 1.931 a 1.935 allí residió Jesús Aníbal con sus compañeros.

Había profesado como religioso claretiano el 16 de Julio de 1.930, en Bosa. Y ya añadía a su nombre la sigla C.M.F. que significa: Hijo del Corazón de María.

Al avanzar en su carrera eclesiástica fue recibiendo órdenes menores de manos de dos prelados santos:

– Monseñor Francisco Cristóbal Toro, obispo de Santa Fe de Antioquia y de Jericó; y

– Monseñor Ismael Perdomo, arzobispo de Bogotá, hoy Siervo de Dios, como Jesús Aníbal.

Cuando, años adelante, Monseñor Perdomo se enteró del martirio de Jesús Aníbal, decía:

– Ya tengo en el cielo un ángel que interceda por mí.

Viven hoy y jornalean en los campos del Señor varios condiscípulos de Jesús Aníbal. Tales: Monseñor Alfonso Sánchez, provincial que fue de los claretianos de Colombia y hoy Obispo de Montelíbano; el P. Francisco Arango que en Venezuela, Jericó y Cali ha realizado espléndidas faenas eclesiales; el P. Jorge Restrepo, infatigable misionero ambulante, colaborador del P. Lombardi en los ejercicios por un mundo mejor y hoy párroco de Jesús Nazareno en Medellín y el P. Daniel Zabaleta, que por largos años ha ejercido como profesor y formador en los colegios claretianos. Todos ellos recuerdan con emoción y cariño inmarchito a su fervoroso y alegre compañero.

En los seminarios claretianos Jesús Aníbal fue el muchacho simpático, que iba trenzando en su diario vivir el manejo de los libros, asimilados con gustosa facilidad; el cultivo esmerado de su huerto interior, en que madrugaron a gallardear las más bellas virtudes religiosas; la inocencia intangible e irradiante y aquella su alegría cascabelera, que sabía del compañerismo, de la trisca, del fino y agudo humor.

La verdad es que este muchacho tomó muy en serio su vida religiosa y miraba fijamente hacia la meta de la santidad. Era una idea que no le arredraba y que más bien lo atraía poderosamente.

Tenía fina sensibilidad. Vivo cariño a su familia. Añoranza de su tierra natal que seguía siendo para él un rincón de paraíso, escondido entre el boscaje de una estribación de los altos farallones del suroeste. Soñaba con retornar a la nativa aldea a cantar su primera misa, a revivir las horas huidas en el Paisaje montañés y en su casona solariega, poblada de domésticas virtudes, de fraternales tertulias, de guitarreras canciones.

 

Tendía hacia lo alto

Era hombre de gran nobleza espiritual. Muy dueño de sí. Nunca un asomo de ira, de envidia, de venganza.

La nobleza de su alma le afloraba espontánea. «Siempre -recuerda Monseñor Alfonso Sánchez- vi en Jesús Aníbal un espíritu muy elevado y noble. Le entusiasmaban los grandes hombres, las grandes ideas, las grandes obras. Nadie, entre sus compañeros, ignoraba su predilección por escudriñar escrituras viejas y apergaminadas. Dos veces visité con él la Biblioteca Nacional de Bogotá y era de ver la fruición con que se entretenía en curiosear mamotretos, el respetuoso cariño con que hojeaba aquellos libros de la biblioteca de Marco Fidel Suárez, plagados de notas manuscritas al margen».

Cerca y lejos de su meta

Su meta en esos años de estudios superiores era el sacerdocio.

«Ya estoy -escribía desde Zipaquirá a sus padres- en la penúltima etapa de mi carrera, no muy larga. Tres años. Dedicado a materias más propias del ministerio: Teología, Moral, Sagrada Escritura. Los domingos empleamos una hora en el estudio de la Sagrada Liturgia. Comenzamos a ensayar entonaciones de epístolas, evangelios, oremus y cantos populares para misiones y catecismo…

Los jueves tenemos una hora de declamación. Improvisamos nuestro púlpito y allá nos subimos a echar discursos, teniendo delante un selecto auditorio dispuesto a dar su fallo.

Se imagina uno verse predicando la palabra de Dios, cumpliendo la dichosísima esperanza de tantos años. Todo esto como que nos hace ver muy cercana nuestra ansiada meta: el sagrado altar.

Pero, ¿me creerán, amadísimos papá y mamá? Parece tan raro y tan lejano lo que uno desea… A pesar de todo, yo espero en la que me llamó».

Se percibe en esta carta un bullir de aguas profundas. Extraños presentimientos. Punzadas de inquietudes por esa enfermedad y las sorpresas que va presentando la vida. Todo ello para refugiarse con filial confianza en María, que pasó a su lado y lo escogió. «Espero en la que me llamó»…

La petición de martirio

 Durante los años de seminario menor en Bosa era muy frecuente entre los niños «La canción del Misionero», cuya letra fue compuesta por el P. Ajuria, misionero claretiano en África, y la música por el P. Vidal Bandrés, misionero en el Chocó. Vibraba esa canción con una sugerencia especial por coincidir esos años con la persecución a la iglesia en Méjico y las noticias que llegaban al seminario sobre el heroísmo de los mártires que morían gritando «¡Viva Cristo Rey!»

Nuestros formadores nos mantenían enterados de esas historias sublimes de fortaleza y de fidelidad. De ahí el alma que le poníamos a la canción, cuyas estrofas primera y última suenan así:

Jesús, ya sabes: soy tu soldado,

siempre a tu lado yo he de luchar.

Contigo siempre y hasta que muera

una bandera y un ideal.

¿Y qué ideal?

Por ti, Rey mío, la sangre dar.

 Virgen María, Reina del cielo,

dulce consuelo dígnate dar,

cuando en la lucha tu fiel soldado

caiga abrazado con su ideal.

¿Y qué ideal?

Por ti, mi Reina, la sangre dar.

Sabemos, por revelación de uno de sus directores espirituales, que en un mes de Mayo el seminarista Gómez le escribió una carta a la Virgen y en ella le pedía ser fiel hasta la muerte a la fe y a la vocación, y dar su sangre por Jesús y por la Iglesia.

Antes quizás de lo que él pensaba, el Señor Jesús se lo iba a conceder.

Y para ello, por designios y caminos misteriosos, lo iba a llevar hacia tierras de cristiandad antigua sometida entonces a turbulencias inesperadas de muchos.

Hacia la Madre España – 1.935

Pero un día, en la monotonía del Seminario Claretiano de Zipaquirá, irrumpió la turbadora nueva de que las primeras promociones cordimarianas de Colombia irían a concluir sus estudios y su formación misionera y sacerdotal en los Seminarios Claretianos de la Madre España. Me es grato evocar el regocijo alborozado con que Jesús Aníbal recibió la orden de viajar a la patria de sus antepasados, los Gómez, los Zuluagas, los Ramírez, en donde él pensaba coronar su carrera de sacerdocio y empezar el buen certamen del apostolado.

De por vida, obediente a los imperios de la sangre y a muy acendradas convicciones, Jesús Aníbal Gómez fue hispanista de corazón. El amor a su tierruca y a la Madre Colombia no le estrechó jamás los horizontes del alma ni le estorbó para las anchuras ecuménicas de quien, por hombre culto y varón apostólico, se reconoce deudor a otros países y en especial a España y se siente destinado a las exigencias de una tarea universal.

Castilla ejerció siempre un fascinador embrujo sobre el alma de este muchacho noble y fueron muchas las horas en que él, para redondear su cultura de sacerdote, se deleitó paladeando las páginas más bellas de la castellanía, particularmente los libros de los clásicos y de los místicos del siglo de oro. En sus cariños descollaba Santa Teresa de Jesús en cuyas páginas solía buscar ante todo las luces del más seguro magisterio espiritual. En pos de ella seguían Luis de León, Luis de Granada, José de Sigüenza, Juan de los Angeles y Malón de Chaide que en el seminario claretiano de El Cedro, gracias a las orientaciones de formadores que eran humanistas de alcurnia, fueron entonces autores frecuentados y aprovechados con ojos rapaces, con mano diurna y nocturna.

Recatadamente, como en sigilo vergonzoso, Jesús Aníbal Gómez iba espigando en los clásicos y redactaba para su íntimo aleccionamiento, páginas limpias y frescas que delatan el sabor añejo de los más egregios maestros de la lengua castellana.

Se conservan libretas suyas con apuntes de vocablos, modismos, frase típicas o ingeniosas de los clásicos que iba leyendo, latinos o castellanos.

España Turbulenta

A espíritu tan tempranamente cultivado y tan certeramente orientado tenía que saberle a mieles el proyectado viaje a la Madre España. Cuando en Octubre de 1.935, Jesús Aníbal en compañía de sus hermanos de ideal misionero arribó a la cuna de la raza, toda España se debatía en la más turbulenta de sus crisis históricas y la plebe, atosigada por largas y tenaces propagandas subversivas, maquinaba la demolición y la trituración de las más tradicionales estructuras españolas.

El 18 de Julio de 1.936 un caudillo cristiano se alzó en armas para encabezar y canalizar la incontenible furia de un pueblo vejado y hostigado por sus gobernantes en lo más entrañable de las creencias y el mundo entero contempló atónito a la vieja España partida en dos bandos: la España fiel a Cristo y la España roja, enloquecida por los venenos de Marx y de Moscú.

Lo que revelan sus apuntes íntimos

Este joven seminarista claretiano ha tomado su vida religiosa con seriedad e intensidad; está viviendo su vida interior con dedicación fervorosa y su consagración cordimariana con gozosa entrega.

Lo dicen sus apuntes íntimos, trasunto y rezumo de su alma…

Cuando tomó su sotana de religioso al iniciar el noviciado el 15 de Julio de 1.929, escribe: «Este es el vestido precioso que yo tanto deseaba. La Santísima Virgen me ha hecho el regalo de su preciosa vestidura».

Y a sus padres les escribe: «Si quieren saber algo de mí, hagan una visita a Jesús Sacramentado y allí me encontrarán»…

Sus propósitos de ese año: «Reflexión, plan de vida, presencia de Dios, acusarme de las faltas en público, tres partes diarias del rosario, defensa de mis superiores, con caridad…».

Emitió su profesión religiosa el 16 de Julio de 1.930. Estaba sintiendo lo que le había escrito a un compañero: «¡Feliz de usted que ha podido penetrar en el corazón de la mejor de las madres!»

En medio de los estudios conserva su esmero en el cultivo de la piedad y de la vida interior. Apuntaba:

– Consideraré mi meditación como base de mi vida interior de unión con Jesús.

– Debo cultivar una incansable y sincera devoción al Corazón de Jesús y de mi Madre Santísima.

– Hoy, al meditar en las dos banderas, me ofrecí al Señor cueste lo que costare…

– Me he de poner en las manos de Jesús para salud y enfermedad. Que El disponga según su santa voluntad.

– El Mayor premio que puedo pedir a Jesús y María es que me conserven en su servicio y me den la muerte antes que abandonarlos…

– Honraré a la virgen todos los días con afecto de hijo y le ofreceré cada día un obsequio. A pesar de todo, yo espero en la que me llamó…».

Cristo se le convierte en su ideal, su estímulo, su modelo…

– Dios me trajo a la religión para ser suyo y para serlo he de cumplir con fidelidad mis santos votos…

– He de estar lleno de Jesús, transformado en El.

– He de consagrarme a una oración de conversación con Jesús, confiada y amorosa que me lleve a intimar con El…

– Tomaré la comunión como punto capital de mi vida.

– Todos los días por la noche daré cuenta a Nuestro Señor durante diez minutos por lo menos…

– Para apasionarme por Jesús he de hacer frecuentes y fervorosos actos de amor: en la meditación, en la comunión, en mis visitas al sagrario, en las tentaciones, tristezas y decaimientos…

– He de ejercitarme en deseos vivos de ser generoso con El que me eligió para su su sacerdocio… su íntimo.

– He de tener como ideal de mi vida religiosa y sacerdotal la unión más íntima con El.

– Ya me acerco a su sagrario.

– He de estudiar a Jesús, conocerlo, amarlo, apreciarlo sobre todo y sobre todos. Todo para alcanzar el espíritu sacerdotal.

– Mi vida espiritual se ha de simplificar: todo lo he de ver en Jesucristo. Cristo en mis sueños de apóstol, en mis labores de santo. Que todo en mí diga: honor y gloria y bendición al Cordero de Dios, Jesucristo.

– Procuraré enfervorizarme con las palabras que de El traen San Juan y San Pablo…

Lo que declaran sus superiores y compañeros

El Padre Francisco Broto, austero y exigente religioso español que fue su maestro en el noviciado, atestiguó acerca de Jesús Aníbal:

– “Alma más pura difícilmente se podrá hallar. Me gozo en declarar que en los años que lo tuve no l e noté ni una falta leve o cosa que pudiera llamarse pecado venial. Y creo afirmarán lo mismo todos los que lo tratamos”.

Hora de recreación vespertina durante su primer año de filosofía.

Un grupo de seminaristas rodea al P. Villarroya, superior de la comunidad de Bosa y sacerdote de eminente sabiduría y virtud. De pronto, interrumpe su charla, que era deliciosa e instructiva en alto grado y dice: “Hay un seminarista que se parece mucho a San Gabriel de la Dolorosa. Es aquel que viene allí…”.

Monseñor Alfonso Sánchez, condiscípulo suyo, hoy Obispo de Montelíbano, rememora: “Lo que en él encantaba era su modestia, su recato. Aquel ser bueno sencillamente, sin ostentación y sin respetos humanos”.

Y el P. Silvestre Apodaca, su maestro espiritual durante los estudios superiores: “Vivía ansioso de perfección y recibía con una avidez lo que se le decía. Era festivo y sabía de la trisca juguetona; pero también de la oración afervorada y profunda”.

Su compañero el P. Ignacio Montoya Vélez: “Lo que más me gustaba en él era su inocencia, su sencillez, su espíritu de sujeción”.

Su condiscípulo el P. Daniel Zabaleta: «Jamás ejecutó cosa alguna que pudiera causar desazón a sus hermanos. Era expansivo y de agudo talento».

Finalmente, el P. Merlín, español, compañero en los días de Zafra, lo evoca así: «Eran frecuentes sus visitas al oratorio. ¡Con qué fe visible se santiguaba y hacía la genuflexión! Rezaba solo, en un rinconcito de la capilla, sus interminables plegarias».

Presagios de Martirio

El viaje de los veinticinco seminaristas colombianos y claretianos hacia España empezó en Zipaquirá el 25 de Agosto de 1.935 y remató en Santo Domingo de la Calzada, en el corazón de La Rioja, el 21 de Septiembre.

Allí florecía un copioso teologado de su Congregación. Pero a Jesús Aníbal y a sus condiscípulos les correspondía pasar a Segovia, la ciudad del acueducto, del alcázar, de la soberbia catedral, a finalizar su carrera. Y allá se fue gozoso de poder visitar la tumba de San Juan de la Cruz. Dos años deberá pasar allí concluyendo su carrera; «Ya estoy cerca del altar, mi meta», decía en carta a sus padres.

Pero él padecía de sinusitis que le ofreció numerosas ocasiones de paciencia y oblaciones a Dios. Y los médicos y los superiores aconsejaron que se fuera al sur de España, de clima más favorable y más semejante al de su nativo trópico. En realidad era Dios que estaba moviendo su víctima hacia el sitio del sacrificio.

El, en carta a sus padres, decía: «Yo pienso siempre con mucho consuelo que Nuestro Señor tiene muy amorosos y especiales designios sobre mí…».

Su primer destino fue la ciudad de Zafra, en Extremadura. Pero era zona muy peligrosa por su apasionada política de signo rojo. Y él y sus compañeros, para librarse de la furia anticristiana, fueron trasladados a Ciudad Real, capital de las tierras famosas de La Mancha, que se estimaban más pacíficas y seguras… Allí lo quería Dios. Allí estaría su altar…

En el Seminario Claretiano de Ciudad Real, en pleno corazón de las llanuras de La Mancha, Jesús Aníbal Gómez estudiaba, oraba, miraba con incertidumbre el sesgo de los sucesos de España y presentía algo grande en su propia vida: o el cercano sacerdocio o la posibilidad de un martirio también cercano.

Ante la inquietud política, orlada con presagios de sangre, Jesús Aníbal en carta a los suyos, les avisó la posibilidad dichosa de morir como testigo de sangre y hostia de oblación…

Desde niño, según ya se dijo, en su inolvidable colegio de Bosa, él había intuído la belleza y los fulgores de la oblación sangrienta y, hacia el final de un mes de Mayo, todo él vivido en fervores marianos, había pedido a Nuestra Señora la gracia de morir como testigo de Cristo.

Años adelante, la enfermedad, instrumento de divinas depuraciones, vino a ponerle un cerco de espinas en su cabeza y ellas se clavaron tanto y con tan porfiada intensidad que él comprendió la voluntad acrisolante de Jesús y bajando humildemente la cabeza le dijo a su Dueño: Glorifícate en mí por la vida o por la muerte. «Glorificetur in me sive per vitam, sive per mortem».

Pero hay algo más: Jesús Aníbal, entregado con la más seria dedicación a las exigencias de la gracia, a veces terribles, llegó a pensar que en sus achaques de enfermo incurable se escondía un designio de supremas oblaciones. Para él, desde su niñez purísima, lucía en su corazón un lucero altísimo, un ideal intangible, un sueño que alegraba sus días y sus noches: el sacerdocio. «Quiero, escribía una vez, tener a Jesús en mis manos y amarlo con amor sacerdotal».

Una renuncia heroica – 1.936

Y he aquí que, cuando ya se acerca al altar de Dios, que va a letificar su juventud con la dádiva de la hostia y el cáliz de la primera misa, Jesús Aníbal, en la fiesta del Sagrado Corazón de 1.936, practica uno de esos actos que, o son indicio de santidad alcanzada o aproximan de golpe a la santidad. Ese día, el seminarista claretiano le ofrece a Cristo el sacrificio de no llegar al sacerdocio.

Sangrante el corazón pero alegre por la dádiva, Jesús Aníbal acaba de tronchar su sueño dorado y lo deshoja, como una amapola de los trigales manchegos, ante el corazón del Sumo Sacerdote.

Pero se ha observado que la santidad es porfía de dones entre Dios y el alma; es cosa comprobada en los fenómenos de la vida sobrenatural que a cada correspondencia del alma, Dios acude con superiores regalos.

– ¿Renuncias al cáliz? ¿A morir te ofreces? Muerte tendrás, pero gloriosa y envidiable. Y celebrarás la misa de tu oblación sangrienta, de suerte que el hombre te humille, como al grano que se entierra y Dios te encumbre como la Hostia que se eleva.

«La estrella en las alturas,

En el altar el lirio,

Flor de casta belleza dolorosa,

El era para Cristo».

El seminario convertido en cárcel

 

El 24 de Julio de 1.936, una gavilla de milicianos sin Dios ni leyes asaltó el seminario claretiano de Ciudad Real, en donde moraba nuestro coterráneo en compañía de 29 seminaristas españoles.

Aquella tranquila Casa, que no conocía más rumor que el de las aulas, los rezos y las recreaciones colegiales, quedó inundada de sucios asaltantes, de armas y de blasfemias. La primera intención de los milicianos fue ahogar o quemar vivos a todos los religiosos de aquella comunidad. Pero luego de largas horas de consultas con el impotente gobernador de la ciudad, entregada a los rencores de siete distintas facciones revolucionarias, se acordó que provisoriamente la comunidad quedara encarcelada en su propia casa y con la obligación de mantener a los carceleros y verdugos.

Y empezó el discurrir lentísimo de cuatro jornadas en que todo se conjuró para madurar a las víctimas de Dios. Registros minuciosos de celdas y de personas, destrozos de signos sagrados, plebeya grosería de dibujos obscenos, desahogos de vivas y mueras dictados por el odio, soez vocabulario del hampa. La comida escasa y aposta recargada de sal, las amenazas continuas, mil siniestros presagios por los aires y por los hondones del alma llena de la amargura de Getsemaní y hasta el sobresalto de algunos disparos nocturnos, que iban a clavarse en las paredes de la celda, esparciendo en ellas el desvelo, el susto, las pesadillas de fiebre…

– Mira que si cogemos al cura de Roma… al de la sotana blanca…

Ya para Jesús Aníbal y sus compañeros se había llegado a un punto en que el vivir era peso insoportable y el morir ganancia.

El 28 de Julio por la mañana, tras dificultosas gestiones, el superior de aquella comunidad encarcelada logró obtener de las siete facciones que desgobernaban la ciudad, un salvoconducto que abría a catorce seminaristas las puertas para una incierta aventura de libertad. En la lejanía los esperaba Madrid con sus posibles oportunidades de evasión; Jesús Aníbal pensaba en la protección del consulado colombiano.

Hacia Madrid

Inocentes y confiados, los muchachos recibieron su documento con un respiro de satisfacción, sin recelar para nada de las astucias de la fiera humana. Pero alguien, testigo de su alegría de evasión, al ver aquel salvoconducto siete veces refrendado, se acordaba en silencio del libro misterioso de los siete sellos, de que habla el Apocalipsis.

El grupo se despidió con fraternales abrazos de sus amigos recluidos y, custodiado por un piquete de milicianos, se dirigió en taxis a la estación ferroviaria de Ciudad Real. Eran las 3 de la tarde de un día de verano, bajo el sol terrible de La Mancha. La presencia de los jóvenes, aún despojados del hábito clerical, suscitó un tremendo alboroto.

«Son Frailes. No los dejéis subir. Hay que matarlos».

A poco, el tren proseguía su deslizarse por la planicie calcinada que decoran sobriamente las interminables hileras de los olivos. Los evadidos iban ya más tranquilos hacia el Madrid de sus ensueños presintiendo la hora de la total liberación que les quedaba muy cerca, pero por los caminos del cielo.

En la estación de Fernán Caballero, la más próxima a Ciudad Real, dos milicianos ordenan al maquinista no seguir viaje hasta nuevo aviso. Ellos y sus compañeros, armados de escopetas de caza, suben directamente al vagón en que se alojan los catorce seminaristas claretianos, únicos viajeros que por el momento les interesaban.

El martirio fue así:

– Documentación, señores…

Ellos, inocentes y confiados, exhiben el pasaporte de los siete sellos. En su presencia surge una escena de disputa y forcejeo entre un grupo de socialistas que alegan su deber de conducir a Madrid a los 14 seminaristas y un grupo de milicianos que proponen asesinarlos en la misma estación.

Les urge desahogar su rabia contra los seguidores de Cristo.

Pero he aquí que surge la inesperada intervención femenina. Una hembra repulsiva, vestida de miliciana, se adelanta a resolver la contienda.

– Nada de cobardías, mis amigos. ¡Tomad un beso y a matarlos aquí mismo!

Besuquea a cada uno de sus compinches y reitera sin apelaciones.

– No los soltéis, hay que matarlos aquí mismo.

Los besos de la hembra surtieron su efecto rápido.

– Señores, ordenan los milicianos. Bajen inmediatamente.

Al reparar en la documentación colombiana de Jesús Aníbal, le preguntan:

– ¿Y de tan lejos has venido para hacerte cura?

– ¡Sí, señor, responde, y a mucha honra!

– Pues, si eres cura, baja con todos.

Entre el silencio angustiado y agobiante de los demás pasajeros, los seminaristas bajan y se van adelantando por los andenes de la estación, en esa hora azotados por el sol de la maravillosa tarde veraniega. Una tarde que, por luminosa y redonda, invita al júbilo de vivir.

De pronto, en la hora cálida, en la soflama del estío, en el silencio atónito, un joven claretiano grita:

– Si hemos de morir, muramos por Cristo. ¡Viva Cristo Rey!

Y suenan treinta y siete descargas de las armas de los hijos del pueblo.

En el cadáver de Jesús Aníbal quedaron cinco heridas, como si fuera un recuerdo de las cinco llagas del Crucificado.

«La estrella en las alturas,

en el altar el lirio.

Flor de Casta belleza dolorosa,

él era para Cristo.

Sobre su frente pura,

¡qué bello el rojo nimbo:

y cómo gallardea entre sus manos

la palma triunfadora del martirio!

¡Oh, qué flor tan hermosa habéis enviado,

Madre Colombia, al Corazón de Cristo!»

Toda aquella tarde, cálida y luminosa, los cadáveres de los 14 testigos de Cristo quedaron yacentes sobre los andenes de la estación, salpicados de sangre. Nadie se atrevía a tocarlos por temor a la brutalidad de los milicianos comunistas.

Los cuales, como también parte del populacho, acudieron a saquear las paupérrimas maletas, que quedaron acuchilladas y con objetos de poco interés, manchados de sangre. En una de ellas, el pasaporte de Jesús Aníbal y su cédula de ciudadano de Colombia partida por mitad… Así se conservaba hace unos años en el hoy extinguido «Seminario Jesús Aníbal Gómez», de La Estrella…

Mujeres en esta pasión

La tarde fue rodando lenta como todas las de verano en la llanura de La Mancha. En la lejana línea del horizonte el ocaso se tiñó de púrpura y sobre el vecindario de Fernán Caballero fue bajando la noche, atravesada de recelos. A su amparo, una muchacha valerosa y compasiva se acercó sigilosamente a las víctimas y las cubrió con la misericordia de una lona blanca. Y allí siguieron toda esa noche del 28 al 29 de Julio, entre un silencio de pavores, bajo los luceros altísimos y azorados.

A veces, al repasar este misterio de dolor, le hallo semejanzas con el martirio de Cristo. También allí hubo un beso de infinita perfidia y unas mujeres que en la noche de la traición contribuyeron a los reniegos y a los perjurios de Pedro.

Pero hubo también unas mujeres que tomaron el cadáver del reo ajusticiado y lo envolvieron en sábanas blancas, empapadas de perfumes y de lágrimas.

No sabe uno si a estas horas vive todavía, en algún escondrijo, la miliciana de aquellos besos incitadores a la crueldad y a la sangre. Pero si vive, ya en el ocaso de su vida, ¿qué recuerdos -¡Dios mío!- le asediarán el alma?

Jesús Aníbal Gómez fue el único mártir suramericano en esa opulenta oblación de doscientas setenta víctimas que la Congregación Claretiana dedicó en España a Cristo Rey. Orquídea del trópico en medio de ese tronchado manojo de claveles de Andalucía y rosas de Castilla.

Lo que reveló la autopsia

He aquí el testimonio del médico de Fernán Caballero que hubo de proceder a la autopsia de los catorce cadáveres.

«Cadáver undécimo. Señor Jesús A. Gómez. Talla, 1.55; complexión robusta, nutrición buena, cabello castaño, camisa azul clara, otra blanca con número 65, calzoncillos número 7, medias. Sangre coagulada en boca y nariz. Una plomada ocupa cara anterior y superior del tórax; un orificio de la bala en la región supramaxilar derecha. Otro orificio, producido por arma de la misma naturaleza en la región lumbar izquierda. Otro en la región interna de la rodilla derecha y otro en el mismo plano y cara interna de la rodilla izquierda».

Resonancia del episodio sangriento

 

Este crimen, por sus circunstancias y por el número de las víctimas, tuvo amplia resonancia en la comarca manchega y llegó incluso al «Diario de Lisboa» -8 de Septiembre- por la pluma estremecida de un testigo presencial que al redactar su testimonio recordaba todavía tiros, gemidos, hurras de alegría, gritos dilacerantes. Y luego un silencio total…

La noticia en Colombia

Corrido un mes largo, en carta, fechada y firmada en Roma por el P. Ezequiel Villaroya, eminente religioso que había misionado en Colombia y ahora vivía en la ciudad eterna añorando nuestra Patria, llegó hasta Bogotá la noticia de esa oblación. Y de ahí al seminario de El Cedro, levantando en los corazones de sus compañeros gratos recuerdos, cierto júbilo eclesial y santa emulación.

– Tenemos un compañero mártir. Dichoso él que ha muerto por Cristo…

Se supo ello a media tarde, al regreso de un paseo por el campo.

Poco después, en la capilla del Seminario se celebraba una hora santa delante de Jesús expuesto en la Custodia. Y se le agradecía haberle pedido a la Provincia Claretiana de Colombia esa víctima escogida.

La prensa de Colombia recogió la noticia de esa muerte y la de siete hermanos de San Juan de Dios, colombianos también y vilmente asesinados en la estación ferroviaria de Barcelona cuando allá llegaban de Madrid rumbo a la Patria y decorados por el brazalete de la bandera colombiana para que fueran respetados. Todo ello motivó acaloradas interpelaciones en las cámaras y el senado.

También por esos mismos días la política andaba en el país sumamente alterada y apasionada.

La noticia en «El Paisaje»

Una mañana de Septiembre de 1.936 una escueta carta procedente de Bogotá llegó a la hacienda de «El Paisaje» con una noticia insospechada: Jesús A níbal ha sucumbido asesinado por los comunistas en la estación ferroviaria de un pueblo llamado Fernán Caballero. Escuetamente y sin detalles.

En la casona campestre que lo viera nacer y le abrigara la niñez purísima, hubo una ráfaga de consternación. La madre no acertaba a creerlo. Y no hacía más que mirar y remirar las fotografías de su niño seminarista y repasar incansablemente su rosario de avemarías entre resignadas y gozosas. Ella se lo había entregado al Señor para que lo hiciera sacerdote y misionero. El Señor lo había aceptado para testigo suyo en las tierras lejanas de la cristiandad española.

Epílogo en «El Paisaje»

El 4 de Enero de 1.963 subí, después de larga ausencia, a la casa antigua de «El Paisaje». Sobre el panorama anchuroso de Tarso -declives hacia la hondonada del Cauca y telón azul de montes lejanos del otro lado- caía la invasión de un sol de gloria mañanera.

«El Paisaje», antaño colmena rumorosa de muchas vidas, hogaño era una casa de soledad sobre un collado mustio. Allí vive entonces el viejo patriarca antioqueño Ismael Gómez, nonagenario, pero con todas las luces de la inteligencia encendidas.

En esta mañana lo rodean alborotadamente una bandada de hijos, nietos y bisnietos. Detrás de un cerco de naranjos -esos naranjos cuyo aroma se percibe en las reminiscencias epistolares de Jesús Aníbal- la casona se esconde acorazada de silencio.

Por el corredor, a pasos lentos, pero aún erguido, avanza don Ismael, con su estampa de hidalgo. El señor, rodeado de su bíblica tribu, se va hacia el extremo del corredor. Hace más de cincuenta años éste ha sido su rincón predilecto. Aquí ha leído, ha rezado, ha negociado, ha rimado sus versos.

– ¿Qué hay por acá, Señor? Pregunta el mayor de los nietos.

– Tú lo ves, soledad y recuerdos.

En este momento de la mañana bella, junto a los gajos de naranjos cercanos, el Señor tiene en sus manos un libro antiguo de pastas negras.

– Aquí estoy -dice- preparándome para el gran paso. Estoy leyendo «La diferencia entre lo temporal y lo eterno».

En estas palabras suyas no hay tristezas ni angustias; hay serenidad.

Un silencio total ha invadido los corazones. La casa nos parece en este momento mucho más vieja. Pero ahí afuera, sobre los campos, cae el júbilo del sol y en el aire revolotean los pájaros. De repente una de las niñas pregunta:

– ¿Cuál es la pieza en que nació Jesús Aníbal?

– Esta.

La habitación sigue igual. Piso de tablas, cama grande, paredes blancas, un cuadro ya esfumado de la Virgen, una fotografía de Jesús Aníbal, con su negra sotana de religioso, y unas flores que en esa misma mañana colocó Alicia, la guardiana fiel de ese cofre de tradiciones hogareñas.

– Esta casa – dice el anciano- tal vez será con el tiempo un santuario de peregrinaciones.

El anciano doblega la cabeza.

Uno sospecha que se le agolpan oleadas de recuerdos.

Ismael Gómez Ramírez descansó en la paz del Señor, el 19 de Marzo de 1.964. Aquella tarde de Enero, el anciano rememoró largamente.

Al asomo de las primeras estrellas, toda la familia bíblica empieza el descenso hacia el vecindario.

– Hasta el año siguiente, ¿verdad?

– Si Dios quiere.

Sobre la casa antigua se posa el silencio, se hace densa la soledad.

Desde la baranda nos siguen mirando Gabriel, Alicia, don Ismael.

Los niños corretean por el camino. Los Mayores cabalgan, sin prisa, loma abajo.

A poco, los tres han desaparecido del corredor. Las torres parroquiales de Tarso van desgranando ahora las campanadas lentas del ángelus. Por las lomas y por las cañadas, por Mangavilla y por El Paisaje, por los aires de la tarde azul de Enero y por las almas de los caminantes, cruzan los sonidos de unas campanas invisibles.

Hacia los altares

Esas romerías hacia la casona vieja de «El Paisaje» que el señor don Ismael preveía en sus últimos años, no parecen fantasías lejanas.

El 23 de Noviembre de 1.939, amanecida sobre España la paz y la tarea reconstructora, fueron exhumados en el cementerio de Fernán Caballero los cadáveres de las catorce víctimas claretianas y conducidos, en procesión que no tenía de funeral sino de apoteosis, al cementerio de Ciudad Real, cabeza de La Mancha famosa.

Veinte años más tarde, el 13 de Marzo de 1.959, el señor don Juan Hervás Benet, obispo Prior de las Órdenes Militares y de Ciudad Real, nombraba tribunal para el estudio de la causa de beatificación de los mártires de Fernán Caballero.

Estaban presentes más de cincuenta familiares de las víctimas, procedentes de toda España y aún de Colombia.

– Demos gracias a Dios, decía en su alocución el prelado, por el beneficio de estos gloriosos mártires.

Vicepostulador de la causa era el famoso canonista claretiano Padre Gerardo Escudero.

El proceso diocesano se clausuró el 28 de Abril de 1.960

La prensa colombiana difundió la noticia. Y un periódico titulaba en primera plana «El primer paisa hacia los altares».

Monumentos en España y en Colombia

El domingo 17 de Diciembre de 1.961 se inauguraba junto a la estación ferroviaria de Fernán Caballero, a unos treinta metros del lugar de su martirio, un sobrio monumento -una piedra cincelada- con todos los nombres de los catorce seminaristas allí sacrificados.

Y el 9 de Diciembre de 1.962, a las dos de la tarde, bajo un cielo espléndido y en medio de apiñada muchedumbre, se descubrió en la plaza de la población de Tarso, una estatua del Siervo de Dios Jesús Aníbal Gómez, erigida por iniciativa del párroco de esos días, Padre Gildardo Dávila.

Estaban presentes senadores y asambleístas por delegación oficial; y el alcalde honorario de esos días en que la población celebraba el cincuentenario de su fundación, el doctor Roger Gómez Lemus, sobrino del mártir, exaltó la figura y el heroísmo del inmolado seminarista.

La estatua fue derribada en 1.980 por mandato del alcalde de esos días. Y fue repuesta en condiciones mejores el 12 de Junio de 1.983 por acertado empeño del Padre Oscar Paredes, párroco de Tarso.

Él y sus compañeros

Jesús Aníbal, religioso de una comunidad misionera, compañero de seminaristas próximos al gozo de la ordenación sacerdotal, no fue solo al sacrificio y al testimonio sangriento. Fue acompañado, en fraternal equipo.

Por eso, en las peticiones elevadas al Padre Santo ha sido nota común suplicar que Jesús Aníbal alcance los honores supremos a una con sus compañeros, para que estén unidos en la glorificación los que estuvieron unidos en el sacrificio.

En el documento enviado por la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica, que hoy preside el insigne jesuita y helenista Manuel Briceño, se dice:

«Esta Academia ve además muy oportuno que el Siervo de Dios reciba este honor en compañía de sus trece hermanos de comunidad españoles y que esta tierra que recibió de España la luz del Evangelio, quede ahora nuevamente vinculada a esa nación misionera mediante la glorificación de estos compañeros de oblación martirial.

“Bella manera de empezar la recordación de los 500 años de la evangelización de este mundo nuevo»…

Estos fueron sus compañeros

Vicente María Robles

Claudio López

Antonio Orrego

Melecio Pardo

Abelardo García

Antonio Lasa

Tomás Cordero

Otilio Delamo

Primitivo Berrocoso

Angel López

Angel Pérez

Gabriel Barriopedro

Cándido Catalán

Bibliografía

Jesús Aníbal, Testigo de Sangre- , Padre Carlos Eduardo Mesa Gómez CMF. La anterior semblanza es la reproducción total del Folleto Jesús Aníbal, Testigo de Sangre, publicado por la Academia Colombiana de Historia Eclesiástica. Con este folleto se inició la serie titulada “Colección Académica de Historia Eclesiástica”- Bibliografías y Monografías Históricas”. Se imprimió en la Editorial Zuluaga de Medellín. A la muerte del P. Carlos Eduardo, 18 de Agosto de 1989, iniciador y propulsor de esa serie, ya se habían alcanzado a publicar 12 folletos, con diversos títulos y autores.