INMACULADA CONCEPCIÓN
DE SANTA MARÍA VIRGEN
Nota histórica sobre la solemnidad litúrgica
Los primeros indicios de esta fiesta se remontan al siglo VII, en Oriente, sobre la base de una tradición que sostenía la fe en la inmunidad de toda mancha de pecado en la Madre del Señor. En Occidente, en cambio, la fiesta comenzó a celebrarse de manera oficial a partir de 1476, tal como aparece en el calendario litúrgico romano. Pero, ya siglos antes, mientras los teólogos disputaban en torno al tema de la preservación de María de toda mancha de pecado original, iba creciendo en el pueblo cristiano la convicción de tan señalada prerrogativa otorgada por Dios a la Madre de su Hijo.
Alcanzó la categoría de dogma el 8 de diciembre de 1854, cuando el Papa Pío IX proclamó en su bula Ineffabilis Deus que María, en previsión de los méritos de Cristo, fue preservada de todo pecado; singular misterio que armoniza su exención del pecado original con la absoluta necesidad que toda criatura humana tiene de la redención operada por Jesucristo. Ella fue preservada del pecado, ella fue pre-redimida.
María es la primera redimida, la primera creyente, la primera santificada y glorificada de la Iglesia de Cristo. Pero esta grandeza de María tiene mucho que ver con el entero Pueblo de Dios. Sería equivocado imaginar a la Inmaculada sólo, o ante todo, como un caso excepcional, como una condición totalmente diversa y aislada de todo el resto de la humanidad o de la Iglesia. Según la Escritura, cualquier acontecimiento ocurrido en el tiempo es una realización del plan divino de salvación trazado por el amor misericordioso y sabio del Padre «antes de la creación del mundo» (Ef 1,4). También la Inmaculada Concepción forma parte del designio salvífico de Dios, del «mismo decreto», como diría en un lenguaje más jurídico la bula Ineffabilis Deus.
De ahí que la grandeza de María, que tiene su punto de partida en el misterio de su Concepción Inmaculada, no sea una gracia exclusiva de ella sino que alcanza, en cierto modo, a todo cristiano. Constituye el ideal de toda la Iglesia. Nos lo recordó el Concilio Vaticano II: «María es la imagen purísima de lo que la Iglesia misma, toda ella, ansía y anhela ser» (SC 103). Por eso, precisamente, la liturgia presenta hoy a María Inmaculada como «comienzo e imagen de la Iglesia», tal como canta el prefacio de esta solemnidad.
Celebración en el marco litúrgico del Adviento
La solemnidad de la Inmaculada se sitúa en Adviento, próxima la Natividad del Señor. Antes del estallido gozoso de la Navidad, este tiempo nos invita a contemplar la imagen de María, la Purísima, la Toda Santa, la Elegida, la Pre-redimida, la Llena de Gracia.
La solemnidad de la Inmaculada, al caer dentro del tiempo de Adviento, se convierte en un motivo de esperanza para toda la Iglesia cuando se prepara para recibir al que viene a bendecirnos con toda clase de bienes espirituales y celestiales (cf. Ef 1, 3). Y, en efecto, María, llena de gracia, como la llama el ángel (Lc 1, 28), nos recuerda que Dios también nos eligió a nosotros en la persona de Cristo para ser santos e irreprochables ante él por el amor, esto es, para ser alabanza de su gloria (cf. Ef 1,12-13).
En los textos bíblicos de esta solemnidad litúrgica, y en los que nos ofrece a diario la liturgia del tiempo de Adviento, hallamos base sólida para fundamentar –en sintonía con la tradición multisecular de la Iglesia– la comprensión del dogma de la Inmaculada Concepción y para promover y desarrollar el culto a la Madre del Señor. La Palabra de Dios nos ayuda a encuadrar su figura en la visión global del misterio cristiano, a situarla en armonía con los diversos elementos de la historia de la salvación y a contemplarla, sobre todo, junto a su centro vivo, que es su hijo Jesucristo.
Consideración claretiana
Es de sobra conocido que María ocupa un puesto relevante en la espiritualidad de san Antonio María Claret y también es altamente significativa su presencia en el origen e historia de nuestra Congregación. Por otra parte, su figura aparece como un elemento constitutivo y básico de la estructura de las Constituciones renovadas, si bien de manera discreta, como sucede en el Evangelio.
Ahora bien, al celebrar la solemnidad de la Inmaculada, es obligado recordar que ése es precisamente el adjetivo que forma parte del nombre oficial de nuestra Congregación y es el que se aplica al Corazón de María: «Nos llamamos Hijos del Inmaculado Corazón de María o Misioneros Claretianos», dicen las Constituciones (CC 1). El término «inmaculado» se usa otras seis veces en el texto constitucional, aplicado siempre al Corazón de María. Aparece, pues, en total 7 veces (cf. los números 1, 4, 8, 9, 71 y 159; en este último —que es la fórmula de la profesión— aparece dos veces).
Pero no es el número de veces que el vocablo inmaculado aparece en las Constituciones, ni tampoco el hecho de que se enuncie en un contexto de denominación oficial de nuestro Instituto o de la designación de nuestro ser claretiano lo que confiere importancia a este adjetivo, sino el contenido que lleva en sí. Importa que no pase desapercibido y que se capte bien su significado carismático.
Si subrayáramos más de lo debido lo que el término Inmaculada sugiere de inmediato y es captado generalmente, nos quedaríamos en la superficie de lo que, como claretianos, debemos entender e intentar llevar a nuestro compromiso diario. En efecto, lo primero que suele destacarse es que María es – ¿y quién duda que lo sea? – la Purísima, la Santísima, la toda hermosa y sin mancha, etc. Pero no podemos dejarnos fascinar por las resonancias estéticas que esas expresiones despiertan. Es preciso captar lo que María Inmaculada representa para nuestro Fundador y para nosotros mismos.
Para san Antonio María Claret el misterio de la Concepción Inmaculada tiene una doble dimensión: personal y social. Lo comprende, ciertamente, como plenitud de gracia y preservación de todo pecado, pero intuye en este misterio una dimensión apostólica especial: contempla el plan de Dios venciendo a la serpiente y a su descendencia por medio de la Mujer y la descendencia de ésta. Para Claret, teniendo como telón de fondo de su horizonte apostólico la visión del Apocalipsis (cf. Ap 10. 12) y la profecía del libro del Génesis (cf. Gn 3, 15), la Mujer es María y su descendencia son todos sus hijos, especialmente los misioneros (cf. Aut 686-687).
Nuestro Fundador entendió desde esa clave el dogma de la Inmaculada Concepción, y así lo reflejó en su Pastoral sobre la Inmaculada. Claret contempla el misterio de la Inmaculada en un sentido apostólico de lucha. Más que un misterio de belleza, la Inmaculada es, para él, la vencedora de Satán, que debe seguir peleando y venciendo en su descendencia. Y ese es también el sentido que tiene la presencia de María en nuestra Congregación y en nuestra acción evangelizadora. Para los claretianos, herederos del espíritu de san Antonio María Claret, María Inmaculada es, sobre todo, la Victoriosa, la Nueva Eva enemistada con la serpiente, la luchadora contra el infernal enemigo, la gran aliada del combate contra el mal en todas sus formas.
Ese es el sentido carismático –la proyección netamente apostólica– que el misterio de la Inmaculada encierra para nosotros. María Inmaculada (o el Corazón Inmaculado de María) es siempre un estímulo en nuestra vocación.
BIBLIOGRAFÍA
- CLARET. Pastoral sobre la Inmaculada, en EE, Madrid 1989.
- MISIONEROS CLARETIANOS. Constituciones 1, 4, 8, 9, 71 y 159.
- MISIONEROS CLARETIANOS. Nuestro Proyecto de Vida Misionera, I, Roma 1989, t. II, Roma 1991 y t. III, Roma 1992.
- PIO IX. Carta Apostólica Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854.