LADY ELIZABETH HERBERT
Este espontáneo testimonio fue escrito por Lady Herbert como parte de la obra Impressions of Spain in 1866, donde narra la experiencia de su recorrido por varias ciudades españolas. Este texto se salvó de quedar en el olvido del polvo de las bibliotecas gracias al P. Manuel Zarantón, cmf, que, en octubre de 1949, lo descubrió durante una estancia en Londres. Al año siguiente, en torno a la canonización del P. Claret, apareció publicado en su versión original en el boletín interno de la provincia claretiana de Estados Unidos de Norteamérica. Ese mismo año, el mismo P. Zarantón publicó un artículo en la revista La Esperanza, en el cual, además de presentar algunos datos biográficos de la autora, ofreció una traducción castellana muy libre del texto, que a nuestra actual sensibilidad puede resultar demasiado barroca. Después de 36 años, en 1986, el P. Jesús Bermejo, director del Secretariado Claretiano de Roma, publicó en Claret-Nunc un extracto del anterior artículo acompañado de una traducción más exacta.
Después de casi 30 años de la última publicación y a casi 150 años de la mencionada visita, presentamos este testimonio por primera vez en Studia Claretiana. La novedad de este artículo reside en la presentación de varios elementos que ayudan a una mejor contextualización histórica. En los dos primeros apartados, esbozo algunos rasgos biográficos de la autora y describo el momento vital del P. Claret en los meses previos a la visita de Lady Elizabeth. Después de presentar el texto en su forma original, acompaño la nueva traducción con notas críticas y comentarios que nos permitan contrastar las impresiones de la autora. En este sentido, me detengo, de forma especial, en una anécdota sucedida en el viaje de retorno de Roma, en 1865, ya que la versión que nos ofrece la escritora inglesa contiene varias divergencias respecto a otra versión que ya conocíamos en la congregación; contrastar ambas tradiciones nos ofrece algunas posibles precisiones históricas en la biografía del P. Claret y nos lleva a hacernos cargo, una vez más, de la diversidad de interpretaciones que median entre los hechos históricos y nosotros.
¿Quién fue Elizabeth Herbert?
Aunque el P. Claret afirmó que trataba de no mirar a las mujeres (Cf. Aut. 394), no podía evitar que ellas lo mirasen a él. El motivo de este breve artículo es, justamente, la mirada atenta y acertada que recibió de una mujer inglesa que lo visitó en Madrid en el invierno de 1866. ¿Quién fue esta dama? ¿Por qué visitó al P. Claret? ¿Qué la impresionó de dicha visita?
Lady Elizabeth fue una mujer influyente en la sociedad inglesa del siglo XIX; las tres principales etapas de su vida están marcadas por el cambio de su nombre; la primera, hasta su matrimonio, la segunda, hasta quedar viuda, y la tercera, a partir de su conversión a la fe católica.
Elizabeth A’Court Repington nació en Richmond, Londres, el 30 de octubre de 1822, en el seno de una familia de alto rango militar y diplomático; por eso, se movía en círculos prestigiosos de la sociedad victoriana. En 1846, se casó con Sydney Herbert, hijo del conde de Pembroke (cuya ascendencia se remontaba de forma directa hasta Guillermo el Conquistador) y uno de los jóvenes políticos más prometedores del momento. Éste, después de participar como ministro de la guerra en el gabinete de sir Robert Peel durante la Guerra de Crimea (1854-1856), fue constituido por la reina Victoria como Lord con el título de primer barón Herbert of Lea. La entonces baronesa Elizabeth apoyó la causa política de su esposo en las filas conservadoras de los Peelites y se comprometió en diversas causas filantrópicas; entre ellas, colaboró de forma cercana con Florence Nightingale, voluntaria que cuidó de los heridos durante la guerra y que, ahora, es considerada la fundadora de la enfermería moderna. La prometedora carrera política del barón quedó truncada por su repentina muerte en 1861, dejando a su esposa viuda con siete hijos.
En este tiempo, Elizabeth acrecentó la amistad familiar con el cardenal Henry Edward Manning, arzobispo de Westminster. También recibió la influencia de la recién convertida al catolicismo Lady Georgiana Fullerton, hija de embajadores e influyente mujer en los círculos femeninos de Inglaterra. En 1866, Lady Elizabeth emprendió un viaje a Italia y, estando en Palermo, se convirtió a la fe católica. A partir de este momento se volvió una fervorosa propagadora de su nueva fe en Inglaterra. El Parlamento británico, para asegurar la sucesión anglicana de los títulos nobiliarios de su familia, prohibió que sus descendientes asistiesen a misa con la madre; por ello, los hijos pasaron a la tutela de la cancillería inglesa para garantizar su asistencia a la iglesia anglicana; sólo María, la hija mayor, abrazó la fe de su madre.
Elizabeth dejó de usar su título nobiliario of Lea y comenzó a ser conocida con el sobrenombre de Lady Lightning (relámpago) por la eficiencia y el ardor con que trabajaba en las obras benéficas y caritativas. Mantuvo una cercana amistad con los cardenales John Henry Newman, hoy beato, y Herbert Vaughan. El cuidado del St. Joseph ‘s Foreign Missionary College, en Mill Hill, Londres, colegio para las misiones católicas extranjeras, más conocido como Mill Hill Missionaries, se convirtió en su principal preocupación y centro de atención.
El conocido escritor inglés Benjamín Disraelí, que fue primer ministro inglés, en el capítulo noveno de su novela Lothair, escrita en 1870, afirmó sobre el personaje que representa a Elizabeth:
“She was the daughter of a Protestant house, but, during a residence at Rome after her marriage, she had reverted to the ancient faith, which she professed with the enthusiastic convictions of a convert. Her whole life was dedicated to the triumph of the Catholic cause; and, being a woman of considerable intelligence and of an ardent mind, she had become a recognised power in the great confederacy which has so much influenced the human race, and which has yet to play perhaps a mighty part in the fortunes of the world”.
Elizabeth escribió varias novelas, cuentos y ensayos de contenido católico en inglés y tradujo del francés algunas biografías de santos y otros personajes eclesiásticos. La primera de sus obras, publicada en 1867, fue la ya mencionada Impressions of Spain in 1866. Con un estilo ágil y vivencial, presentó en doce capítulos, con 15 ilustraciones, su recorrido por la Península Ibérica resaltando paisajes, edificios históricos y personajes más significativos del mundo político y religioso. En el capítulo décimo, en que, después de narrar la visita a Zaragoza y antes de la de Segovia, habla de una de sus estancias en Madrid; manifiesta que tenía un cansancio tan fuerte que, aparte de reposar, sólo tuvo fuerzas para visitar al P. Claret. La escritora no precisa con exactitud dónde se realizó esta visita, pero sabemos que la casa del arzobispo se encontraba en el hospital de Montserrat, situado en la calle de Atocha, en la plazuela de Antón Martín. Lady Elizabeth quedó tan impresionada de la santidad del confesor real que consideró este encuentro como un privilegio que quedaría grabado en su memoria por mucho tiempo. No nos detenemos en los aspectos que resaltó porque, más adelante, reproducimos las cuatro páginas de su testimonio.
Después de una vida fecunda como madre y como apóstol de la fe católica en tierras anglicanas, Elizabeth Herbert murió en Londres el 30 de octubre de 1911.
Contexto vital inmediato del P. Claret
En noviembre de 1866, cuando Lady Elizabeth visitó a Mons. Antonio Claret, éste ya llevaba nueve años en Madrid como confesor de la reina Isabel II. Se encontraba en una de las etapas de mayor sufrimiento a causa de la dura campaña de desprestigio que la prensa había desatado en su contra desde hacía cuatro años y por la difícil situación política que le tocaba vivir en torno a palacio; pero, al mismo tiempo, vivía el periodo de mayor madurez humana y espiritual de su vida misionera.
El año anterior había sido el más difícil de su misión en la corte, ya que, en la calurosa noche del 15 de julio de 1865, bajo fuertes presiones políticas, la reina había aprobado el reconocimiento del reino de Italia, con todo lo que esto suponía contra los derechos del papa sobre los estados pontificios. A los seis días, el arzobispo emprendió un largo viaje, primero a Cataluña y después a Roma, para discernir y pedir consejo al papa sobre si debía regresar a la corte o cesar definitivamente como confesor real. Por indicación del Vaticano y de la nunciatura, el 22 de diciembre volvió a Madrid para continuar su misión en palacio; decisión que la prensa contraria a la Iglesia criticó a través de múltiples burlas y calumnias, especialmente contra el P. Claret.
Más aún, en abril, salió a la luz Los curas en camisa. El autor, Eusebio Blasco, dedicó su obra satírica al arzobispo de Trajanópolis, a quien se dirigió en la primera página diciéndole: “Quisiera yo que cada capítulo de esta obra fuera como la alfalfa espiritual que pudieran merendar esos borregos de Cristo que vais guiando por el camino de Santiago. La gente y la prensa hicieron eco de esta burla. A mediados de abril, el ambiente difamatorio y adverso se acrecentó con una serie de calumnias publicadas en el diario Las Novedades sobre supuestas visitas “muy políticas” del P. Claret al presidente del consejo de ministros y al ministro de la gobernación.
Todo este sufrimiento que el arzobispo experimentaba en su interior no se convirtió ni en fuente de resentimiento o amargura ni en motivo de desánimo, sino, más bien, en oportunidad para centrar, cada vez más, su vida en Cristo y configurarse con él en su misterio de muerte y resurrección. Del 10 al 20 de mayo, marchó a Aranjuez para tener sus Ejercicios Espirituales, en los cuales, con la imaginación gráfica que le caracterizaba, escribió como propósito para su vida personal: “Me figuraré que mi alma y mi cuerpo son como las dos puntas de un compás, y mi alma, como una punta, está fija en Jesús, que es mi centro, y que mi cuerpo, con la otra punta del compás está describiendo el círculo de mis atribuciones y obligaciones con toda perfección…” (Propósitos de 1866, 8).
En el siguiente mes, los problemas políticos hicieron estallar una fuerte insurrección. El 21 de junio, los sargentos del cuartel de San Gil, de Madrid, se sublevaron y se levantó una serie de barricadas en diversas partes de la ciudad. Al final hubo 200 muertos y 500 heridos, además de 66 sargentos fusilados unos días después. Algunas de estas barricadas se atrincheraron en la plaza de Antón Martín, frente a la casa del P. Claret, quien experimentó la inminencia del final de su vida. Así lo manifestó en carta al P. José Xifré: ” . . .el Señor nos ha librado de la muerte. En esta plazuela había cinco barricadas, una en cada embocadura de la calle, aun los bancos de la iglesia sacaron y pusieron delante de las mismas barricadas. Yo me fui al camarín de la Virgen y allí estuve hasta que triunfó el orden, que serían las cinco de la tarde. Ofrecí mi vida al Señor, y estoy siempre muy tranquilo. (E.C., II, 1015-1016). Unos días después escribiría a la M. París: “hubo heridos y muertos…, continuos disparos de fusiles y cañones… Dicen que el fin que. se proponían era degollar a los Reyes y real familia y a los Sacerdotes, a mí el primero; y después el degüello y saqueo general” (E.C., 11, 1018-1019).
Es admirable el temple interior del P. Claret: en lugar de encerrarse en sí mismo y en su casa por el miedo provocado por esta dura situación, sabemos que hizo vida normal e, incluso, el 5 de julio se dirigió a una conocida joyería en el centro de Madrid para empeñar su pectoral y así ayudar a una persona pobre. El joyero anotó en su registro: “En 5 de julio de 1866. Una cruz arzobispal del Excmo. e Ilmo. Señor P. Claret: 1.314 reales y 29 maravedís. Para con su importe costear el viaje a un pobre”.
Resaltamos estos acontecimientos sucedidos en los meses anteriores a la visita de Lady Elizabeth para que puedan valorarse mejor las impresiones que dejó en el corazón de esta mujer recién convertida.
El texto en su forma original
“The return to Madrid was necessarily accomplished again by night; and jaded and tired as they were the following day, our party had not the courage for any fresh expedition. One only visit was paid, which will ever remain in the memory of the lady who had the privilege. It was to Monsignor Claret, the confessor of the queen and Archbishop of Cuba, a man as remark able for his great personal holiness and ascetic life as for the unjust accusations of which he is continually the object. On one occasion, these unfavourable reports having reached his ears, and being only anxious to retire into the obscurity which his humility makes him love so well, he went to Rome to implore for a release from his present post; but it was refused him. Returning through France, he happened to travel with certain gentlemen, residents in Madrid, but unknown to him, as he was to them, who began to speak of all the evils, real or imaginary, which reigned in the Spanish Court, the whole of which they unhesitatingly attributed to Monsignor Claret, very much in the spirit of the old ballad against Sir Robert Peel: “Who filled the butchers’ shops with big blue flies?” He listened without a word, never attempting either excuse or justification, or betraying his identity. Struck with his saint-like manner and appearance, and likewise very much charmed with his conversation during their couple of days’ journey together, the strangers begged, at parting, to know his name, expressing an earnest hope of an increased acquaintance at Madrid. He gave them his card with a smile! Let us hope they will be less hasty and more charitable in their judgments for the future. Monsignor Claret’s room in Madrid is a fair type of himself. Simple even to severity in its fittings, with no furniture but his books, and some photographs of the queen and her children, it contains one only priceless object, and that is a wooden crucifix, of the very finest Spanish workmanship, which attracted at once the attention of his visitor. “Yes, it is very beautiful,” he replied, in answer to her words of admiration; “and I like it because it expresses so wonderfully victory over suffering. Crucifixes generally represent only the painful and human, not the triumphant and Divine view of the Redemption. Here, He is truly Victor over death and hell.”
Contrary to the generally received idea, he never meddles in politics, and occupies himself entirely in devotional and literary works. One of his books “Camino recto y seguro para llegar al Cielo,” would rank with Thomas a Kempis’s “Imitation” in suggestive and practical devotion. He keeps a perpetual fast; and when compelled by his position to dine at the palace, still keeps to his meagre fare of “garbanzos,” or the like. He has a great gift of preaching; and when he accompanies the queen in any of her royal progresses, is generally met at each town when they arrive by earnest petitions to preach, which he does instantly, without rest or apparent preparation, sometimes delivering four or five sermons in one day. In truth, he is always “prepared,” by a hidden life of perpetual prayer and realisation of the Unseen”.
Traducción al castellano
El regreso a Madrid [desde Zaragoza] otra vez se realizó necesariamente de noche, y hastiados y cansados como estábamos al día siguiente, nuestro grupo no tenía coraje para ninguna otra excursión nueva. Solamente hicimos una visita, la cual quedará, por siempre, en la memoria de la señora que tuvo este privilegio. Ésta fue a Monseñor Claret, el confesor de la reina y Arzobispo de Cuba, un hombre tan notable por su gran santidad personal y vida ascética como por las acusaciones injustas de las que, constantemente, es objeto. En una ocasión, después de oír estos informes desfavorables, sólo quiso retirarse a la oscuridad, que su humildad le hace amar tanto; fue a Roma para suplicar ser liberado de su actual cargo; pero le fue negado. Regresando por Francia, hizo el viaje con algunos caballeros, residentes en Madrid, que eran desconocidos para él, como él lo era para ellos, los cuales
empezaron a hablar de todos los males, reales o imaginarios, que reinaban en la Corte Española, que, por completo, atribuían, sin vacilar, a Monseñor Claret, muy en el espíritu de la vieja balada contra Sir Robert Peel. ‘¿Quién llenó la carnicería con grandes moscas azules?’ Él los escuchó sin decir nada, nunca trató de excusarse ni de justificarse, tampoco les reveló su identidad. Impresionados por su proceder y su aspecto de hombre santo y también cautivados por su conversación durante el par de días de viaje juntos, los desconocidos le rogaron, al despedirse, que les diera a conocer su nombre, expresando un deseo sincero de conocerlo mejor en Madrid. Él les dio su tarjeta de visita con una sonrisa. Esperemos que ellos sean menos precipitados y más caritativos en sus juicios en el futuro. La habitación de Monseñor Claret en Madrid es una copia exacta de sí mismo. Sencillo, hasta la severidad en sus accesorios, con ningún mueble a parte de sus libros y algunas fotografías de la reina y sus hijos, solo tiene un objeto precioso, y éste es un crucifijo de madera, de la más exquisita artesanía española, que inmediatamente atrajo la atención de su visitante. ‘Sí, es muy bello’, contestó él, a sus palabras de admiración, ‘me gusta porque expresa maravillosamente la victoria sobre el sufrimiento. Los crucifijos, normalmente, representan sólo lo penoso y lo humano, no el aspecto triunfante y divino de la Redención. Aquí, Él es verdaderamente Vencedor sobre la muerte y el infierno’.
Al contrario de la creencia popular, él nunca se entromete en la política y se ocupa exclusivamente en obras devocionales y literarias. Uno de sus libros “Camino recto y seguro para llegar al Cielo”, sería comparable con la ‘Imitación’ de Tomás Kempis en una devoción sugerente y práctica. Mantiene un ayuno perpetuo y cuando está obligado por su posición a comer en palacio, él mantiene su frugalidad de alimentos con unos garbanzos o algo similar. Tiene el gran don de predicar y, cuando acompaña a la reina en cualquiera de sus viajes reales, generalmente, se le encuentra en cada pueblo con peticiones sinceras para que predique, que él cumple instantemente, sin descanso y sin aparente preparación; a veces ofrece hasta cuatro o cinco sermones en un día21 En realidad, él siempre está ‘preparado’, por una vida escondida de oración constante y por la conciencia de lo Invisible.
Conclusión
Las impresiones de Lady Elizabeth Herbert sobre el P. Claret nos confirman la fama de santidad que éste transparentaba con su vida, pese a la leyenda negra que se entretejió en torno a su paso por la Corte de Madrid. Estas apreciaciones nos ayudan a acercarnos un poco más al P. Claret real, tal como lo percibió una persona contemporánea, venida de lejos, por lo tanto, alguien ajeno a los intereses políticos o apologéticos que embargaban a los españoles de su época.
Lady Elizabeth supo percibir con profundidad que Claret era, sobre todo, un hombre que traslucía santidad. Ella percibió y testificó una serie de rasgos del misionero que fueron fundamentales en su espiritualidad y misión: su capacidad de perdonar a los enemigos, su mansedumbre apostólica que cautivaba incluso a los críticos más fieros, su pobreza apostólica vivida con radicalidad, su afán por tener una buena biblioteca para su formación, su alegría pascual en medio de la cruz y su espíritu misionero que lo llevaba a predicar a tiempo y destiempo. Que el recuerdo de estos rasgos apostólicos de nuestro Padre Fundador nos ayude a renovar en nosotros el espíritu misionero que hemos recibido como don en la Iglesia.
Carlos SÁNCHEZ MIRANDA, CMF