DANIEL DE LA SIERRA
La misión en bicicleta
Por Gustavo ALONSO TABORDA, cmf
No son pocos los casos en que las historias de misión tienen que contar con un mapa muy extenso. La geografía en que la misión se teje va tomando colores, experiencias, distancias recorridas, que expresan también itinerarios espirituales sorprendentes.
Esta historia, la de Daniel de la Sierra, Misionero Claretiano, que terminará en los barrios del sur de Buenos Aires, Capital de Argentina, se inicia muy lejos: una lejanía indispensable para comprender sus trayectos y su final.
Caminos
A partir de la meseta castellana
Eran los años de la Guerra Civil española cuando, en el verano de 1938, Daniel de la Sierra vio la luz del sol, contundente y espléndida sobre la feraz y enjuta meseta de Castilla. Fue el 6 de agosto de aquel año, en Castroverde de Cerrato, un municipio de la provincia de Valladolid, donde la meseta declina suavemente hasta la orilla del río Esgueva. Tierra rica en ganados y mieses, en legumbres y en frutas.
Su padre, Lucio Luis de la Sierra, era el Secretario del Ayuntamiento de Castroverde, que en aquellos años no debía de superar los mil habitantes. Había formado con María Mercedes Escudero, maestra, un hogar que iba a ser bendecido con varios niños y niñas. Aquel ambiente campesino de trabajo y honradez brindó a Daniel referentes sólidos para su crecimiento humano y cristiano, luego fortalecidos por la escuela del pueblo y por la parroquia local de la Asunción. En esta parroquia, perteneciente a la diócesis de Palencia, recibiría el bautismo cuatro días después de su nacimiento y, en pocos años más, los otros sacramentos de iniciación, con la acostumbrada catequesis. Allí mismo, escuchando a los Misioneros de Medina de Rioseco, le quedaría depositada en el alma la semilla de la vocación claretiana.
Hacia otros horizontes
Siendo todavía niño, Daniel se orienta hacia otros horizontes y comienza a andar caminos, esbozando lo que va a ser la marca registrada de su vida. Sus primeros pasos van hacia el norte, hasta el Colegio Barquín, seminario de ingreso que los Misioneros Claretianos tenían entonces en Castro Urdiales, una encantadora villa turística asomada al Mar Cantábrico. Mediaba el año 1948. Las etapas subsiguientes serían los seminarios menores de Valmaseda, en el País Vasco, y de Aranda de Duero, en el corazón de Castilla. Lo irían acompañando unos formadores que él iba a recordar siempre con veneración y cariño: Venancio Sanabria, Severiano Rodríguez.
Con el año de noviciado, realizado en Ciudad Real, Daniel se dispuso a dar un paso decisivo en su camino de consagración al Señor en la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María: aquel muchacho inteligente, apuesto, soñador y hasta algo presumido hace su profesión como Claretiano el 15 de agosto de 1954 ante su Superior Mayor, P. Toribio Pérez.
Al noviciado siguieron los años de estudios filosóficos, cursados en el llamado Colegio de Infantes, en Sigüenza: un lugar lleno de mensajes desde el martirio del joven P. José M. Ruiz Cano en los días dramáticos del 36. Después, según práctica de entonces, abordaría en algunos colegios claretianos su tiempo de maestrillo (1957-59): una experiencia de vida misionera y de transmisión vivencial y pedagógica de la fe a los alumnos. En Segovia, el 24 de octubre de 1959, Daniel realizaría su consagración definitiva al Señor mediante la emisión de los votos perpetuos.
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La experiencia romana
Con sus veintiún años cumplidos, al estudiante Daniel, como integrante de un grupo de 41 alumnos, provenientes de nueve países, le tocaría iniciar en Roma la historia del Colegio Internacional Claretianum, inaugurado aquel mismo año 59 con el fin de promover una mayor cualificación en los estudios teológicos. Cada año, con la llegada de nuevos alumnos, se sumarían nuevos elementos de heterogeneidad cultural.
Durante cinco años (1959-1964) Daniel iba a cursar con entusiasmo y a coronar exitosamente con la Licenciatura sus estudios teológicos en la misma sede del Claretianum, agregada a la Facultad Teológica de la Universidad Lateranense. Por otra parte, no dejó de aprovechar aquella etapa juvenil para enriquecerse con los tesoros culturales de Roma y, también, para cultivar sus cualidades para la música instrumental (piano y guitarra) que le iba a ser de gran utilidad en el futuro.
No se puede olvidar que la estadía romana de Daniel coincidió con la preparación y con los dos primeros periodos del Concilio Vaticano II: tiempos de efervescencia en toda la Iglesia y particularmente en las comunidades y centros académicos de Roma. Los jóvenes seminaristas y estudiantes tuvieron la oportunidad de escuchar a importantes teólogos, peritos conciliares, que se brindaban en frecuentes conferencias y encuentros de reflexión. En relación con la inexperiencia de los jóvenes, la cosa llegó a parecer excesiva a las autoridades del dicasterio romano competente, que creyeron oportuno formular una advertencia a los respectivos superiores. Pero, en definitiva, Daniel y sus compañeros recordarían aquellos años de vivencia eclesial como un tiempo de propuestas estimulantes con vistas a la renovación de la Iglesia.
Con el año 64 llegaba, por un lado, el momento de la Licenciatura en Teología y, por otro, el de su ordenación sacerdotal, recibida de manos del obispo Luis Traglia el 23 de mayo. Poco después, el Superior General, P. Peter Schweiger, le daba destino a la Argentina. Esto lo llevó a interesarse por la realidad de este país y de la misión claretiana en el mismo y, a partir de allí, a expresar, en carta al Provincial Francisco Robles, su preferencia por un trabajo en pueblos de la provincia de Formosa, donde los Misioneros habían asumido poco antes un territorio misional entre los pobres.
Profesor y estudiante
Antes de atravesar el Atlántico, Daniel llega a Valladolid para un merecido descanso y para compartir con los suyos el don de su sacerdocio uniéndolos a su propia acción de gracias en la celebración de la eucaristía. Y, superadas algunas dificultades relacionadas con su viaje, parte finalmente hacia el sur del mundo.
Llegado a Buenos Aires en noviembre del 64, continúa muy pronto su viaje, no hacia Formosa sino hacia Córdoba, para hacerse cargo de la enseñanza de la teología moral en la Casa de Formación “Villa Claret”. Ese iba a ser su primer destino en tierra argentina: un destino exigente para un joven misionero de veintiséis años.
Al parecer, lo más significativo que sucede al joven profesor es una especie de crisis en el abordaje de la pastoral popular y de la transmisión de la fe desde su forma de pensar decididamente crítica. Es lo que el P. Valentín Simón, que sería más tarde su superior a la vez que su amigo, pudo constatar cuando, aceptando una invitación suya, Daniel llegó a Mendoza para colaborar por algunos días en tareas pastorales. Pudo ver de cerca tanto la fe sencilla como la pobreza de la gente que peregrina al Santuario de Lourdes en El Challao. Para el espíritu crítico del joven profesor aquello no era otra cosa que superstición. Es en relación con estas percepciones y actitudes donde el pasar de los años y las nuevas experiencias iban a producir un vuelco radical en la vida de Daniel y en su forma de encarar el propio ministerio entre la gente sencilla. De hecho, años más tarde acudiría periódicamente a la casa de formación para dictar cursillos sobre religiosidad popular, que por cierto iban a tener acentos muy distintos.
Hechos providenciales iban a favorecer este cambio. A comienzos de 1967 recibe traslado a Buenos Aires, donde se le confían tareas pastorales, primero en el Colegio Claret del barrio La Paternal y, desde 1968, en la sede de Plaza Constitución con nombramiento de vicario cooperador en la parroquia Corazón de María. Obtenida la autorización de los superiores, puede iniciar en 1969 la carrera de Ciencias Sociales en la UBA, Facultad de Filosofía y Letras. El diploma de su Licenciatura en Sociología lleva fecha del 7 de abril de 1975.
Las calles de los pobres
A partir de los años 40, unida a la industrialización que se estaba promoviendo, se fue dando en Argentina una fuerte concentración urbana. Pobladores del campo intuían que las fábricas y el desarrollo urbano brindaban mejores promesas de cara al propio futuro. A esta migración interna, que provenía sobre todo de las provincias más pobres y más lejanas, se fue sumando el flujo de migrantes que llegaban de países vecinos como Paraguay, Bolivia y Perú. El fenómeno, de raíces eminentemente económicas, estaba destinado a durar y a crecer continuamente por décadas en torno a los núcleos urbanos más fuertes, principalmente Buenos Aires.
Múltiples factores (como la falta de cualificación laboral, las caídas periódicas -a veces caprichosas- de las ofertas del mercado del trabajo, etc.) darían origen al fenómeno de la precarización de la vivienda y, en general, de las condiciones de vida de los nuevos habitantes de la ciudad (en cuanto a salud, educación, servicios públicos, etc.), dejándolos librados a su ingenio y a su capacidad de lucha por la vida. Los “conventillos” eran una realidad antigua en Buenos Aires: una realidad que, a mitad de siglo XX, iba a tener una nueva versión, tal vez más dramática y global, con el surgimiento de las “villas de emergencia”, más popularmente conocidas como “villas miseria”. El fenómeno social de estas “villas” se fue expresando, en general, con una dinámica grupal articulada en tres momentos básicos, que no siempre llegaron a los resultados que se esperaban: ante todo el ‘asentamiento’ u ocupación de terrenos, sobre todo fiscales (numerosos en la Capital), con medios muy precarios. En un segundo momento se pasaba a una cierta organización de la ‘villa’ mediante un esfuerzo del conjunto de sus habitantes para proveerse, por ejemplo, de agua, de luz, de cloacas, de calles elementales. Tercer momento y óptimo resultado de todo esto se daba cuando, asegurada y legalizada la posesión de la tierra, se lograba la conformación del ‘barrio’ completamente urbanizado e integrado a la ciudad.
En la Buenos Aires de los años 60 (¡y todavía hoy!), realidades de este tipo podían encontrarse en Retiro, en Flores, en Villa Lugano, en Villa Soldati, en Chacarita, en Barracas… Y es claro que una realidad tan visible como esta no podía pasar inadvertida a la Iglesia, que ya vivía tiempos conciliares y que, desde Medellín, se vería estimulada a una clara opción por los pobres.
El P. Daniel se va a la “villa”
A poco de llegar a Buenos Aires (1967), el P. Daniel, no contento con los cursos de sociología, toma contacto con sacerdotes dedicados a la pastoral villera, donde está la razón de sus mismos estudios universitarios. Su aspiración fundamental es dedicar la vida a los más humildes.
Los llamados curas villeros que, inicialmente desde sus parroquias, acudían en forma regular a las villas para atender a la notable religiosidad de sus habitantes, fueron comprendiendo que era necesaria una presencia estable en medio de aquellos nuevos pobladores, sin duda los más necesitados de acompañamiento pastoral. Eso implicaba para ellos la vivienda precaria del villero, el trabajo como obreros, las mismas luchas de la gente por la vida, la búsqueda de un espacio comunitario para el encuentro. Aunque dispersos en la geografía de la ciudad, aquellos curas formarían pronto un equipo que, además de sostenerlos en su opción, los iba a habilitar para la elaboración de unas líneas pastorales específicas. Imposible olvidar a quienes fueron pioneros en esta frontera eclesial: C. Mujica, J. Vernazza, H. Botan, R. Riciardelli… Para 1969, la misma arquidiócesis de Buenos Aires, a través de un Auto Pastoral del Arzobispo Coadjutor Juan Carlos Aramburu (22 de noviembre), daría un fuerte aval a la vez que un marco organizativo a esta “acción pastoral en las villas de emergencia”.
Data de aquellas fechas la incorporación de Daniel al trabajo pastoral en las villas, concretamente en la conocida como “Nueve de Julio”, en el Bajo Flores. Era aquel un enorme conglomerado de casi treinta mil personas que habían puesto sus casillas sobre antiguos bañados (los Bañados de Flores) que estaban siendo plaza de descarga de escombros y desechos urbanos. Dividida la villa en cuatro grandes secciones, a Daniel, junto al P. Vernazza, le tocó el sector “Hipólito Irigoyen”, con unos cinco mil habitantes. Los padres disponían allí de un saloncito de madera de 10 x 4, su centro de operaciones, con dos piecitas también de madera, para su vivienda. Allí surgiría más tarde (1975) la parroquia de Santa María Madre del Pueblo.
Escribiendo a su superior el 30 de septiembre de 1970, el P. Daniel describe lo que están haciendo en la Villa y distingue tres grandes planos que se inspiran, por un lado, en las urgencias de la situación y, por otro, en las pautas pastorales que dos años antes había propuesto Medellín.
En primer lugar, el plano específicamente religioso: celebración eucarística dominical en el saloncito, con propalación para toda la villa por medio de parlantes; catequesis sacramental de primeras comuniones y confirmación, con colaboración de una religiosa del Opus Dei y de jóvenes universitarias; cultivo y purificación de las manifestaciones tradicionales de religiosidad popular, v.gr. el acompañamiento a los familiares cuando han perdido algún ser querido, la devoción a María, la participación en la Peregrinación de Villas a Luján, etc.
En segundo plano se coloca la promoción social. Y dice que han instalado ya un dispensario médico, apoyado por la comunidad claretiana de Constitución. Han organizado una escuelita de apoyo, de nivel primario, para los niños de la villa: en ella colaboran también religiosas y laicas. Los sacerdotes trabajan con los vecinos en el mejoramiento de la villa, por ejemplo, con la colocación de cañerías para el agua, con el empedrado de pasillos, etc. Y en unión con la gente luchan por la seguridad de niños y obreros frente al peligro que les resulta la Avenida Perito Moreno que bordea la villa por alrededor de diez cuadras sin semáforos.
En tercer lugar se ayuda a los vecinos en la formación de su conciencia política: punto importante para ello es la promoción de un Centro Vecinal, buen instrumento para generar responsabilidad y participación en aquello que tiene que ver con el barrio y con la misma ciudad. La transmisión de estos valores se canaliza a través del contacto personal y de la comunicación con miembros de otros consejos vecinales, además de lo que resulta de la misma predicación del Evangelio de Jesús.
En la carta mencionada, Daniel se refiere a las peripecias que ha tenido como obrero. Primero trabajó como metalúrgico. Debido a algunos problemas (como la jornada de doce horas, que las pautas dadas por el Arzobispo Coadjutor no aceptaban), pasó a trabajar sucesivamente como albañil y como carpintero. Le interesaba familiarizarse con herramientas y máquinas que lo habilitaran para trabajar la madera, que era una de sus aspiraciones.
Mientras tuvo algún ingreso lo distribuyó entre su grupo de la villa y su comunidad religiosa de plaza Constitución, con la que además colaboraba por algunas horas los domingos en la música, la administración de bautismos y otros servicios parroquiales.
La casa:
un derecho, una carencia, una lucha
En los años 70 Buenos Aires contaba con una población villera calculada en 270.000 personas establecidas en 32 villas de emergencia. De este gravísimo problema, índice de enormes carencias de gestión social y política, no faltaba quien atribuyera la responsabilidad a los mismos pobladores, llegados desde fuera y sin ocupación, cuando en realidad presentaban una altísima proporción de trabajadores mal remunerados, a la vez que privados de los beneficios sociales. De ahí que, mientras la administración pública ideaba y actuaba planes de erradicación, la acción pastoral de los curas no pudiera menos de implicarse en la lucha de la gente por una vivienda digna.
Desde 1973 el P. Daniel pasó a ocuparse pastoralmente de la Villa 21, que estaba surgiendo en terrenos del ferrocarril, en el barrio de Barracas, territorio parroquial del Sagrado Corazón de Jesús de Avda. Vélez Sarsfield: una villa que, entre otros grupos, albergaba a gente llegada del Paraguay, en muchos casos sin la correspondiente documentación y, por lo mismo, mayormente indefensa ante la ley. Daniel conocía un estudio elaborado en 1969 por El Centro de estudios sociales, económicos y políticos argentinos (Sepa), con el título “La verdad sobre la erradicación de villas de emergencia” (49 folios). Allí quedaba a la vista la descarnada realidad de la emergencia habitacional y de los intereses económicos y políticos que estaban detrás de este fenómeno. Una Ordenanza Municipal de 1977 (nº 33652) decide activar la erradicación, que iba a afectar claramente a la Villa 21. Tras la apelación de los pobladores, conducidos por el P. Daniel, se obtiene del juez Horacio Magliano una sentencia de “no innovar”. Pero, en 1978, el Padre se ve urgido a hacer una denuncia pública del desalojo que se está llevando a cabo por motivo de la autopista urbana que se proyecta en el sector. En ese ir y venir a favor de los mas desprotegidos, ya había tocado a Daniel experimentar por algunos días la detención por parte de la policía y la cárcel.
Objetivo relevante de la acción pastoral era generar sentido de comunidad en aquel aglomerado de advenedizos, poniendo en marcha dinámicas de integración e iniciativas de servicio comunitario. Los primeros pasos se ordenaron a la conformación de un espacio para la comunidad, que se concretaría en la construcción de la Capilla de nuestra Señora de Caacupé en un terreno de calle Osvaldo Cruz 3470: la pudo inaugurar solemnemente para la Inmaculada de 1976. A su lado surgieron también un jardín de infantes y un centro de ayuda a los más necesitados. Para su funcionamiento se contó con la colaboración de religiosas (Claretianas y otras) y de seglares de buena voluntad. Desde 1987 aquella iba a ser la sede de una nueva parroquia.
En el pensamiento de Daniel, junto con el espacio comunitario el problema habitacional propone la necesidad de la casa propia como ámbito natural de la familia. De ahí que, a la vez que va acompañando las luchas colectivas de los pobladores, decida llevar adelante la constitución de una cooperativa para proveer de vivienda a grupos familiares.
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“Esfuerzo propio y ayuda mutua”
En este contexto, impulsada por el P. Daniel, nace la Cooperativa de Vivienda “Caacupé”, que implicará sobre todo a emigrantes paraguayos de la Villa 21 de Barracas. Primer paso iba a ser la adquisición de un terreno adecuado en la localidad de José Mármol, partido de Almirante Brown, provincia de Buenos Aires, en jurisdicción de la diócesis de Lomas de Zamora.
Las pautas rectoras de la Cooperativa implicaban la participación de los socios con una suma mensual de dinero y diez horas de trabajo cada fin de semana, ateniéndose además a un estricto código de comportamiento, sintetizado en el lema “esfuerzo propio y ayuda mutua”. Un conjunto de 61 familias emprendió el 14 de octubre de 1979, en José Mármol, la construcción de otras tantas viviendas que, en un terreno de 12 x 30 metros, dispondrían de sala comedor, dos dormitorios, cocina y baño, además de jardín delantero y pequeño patio al fondo. Daniel cuidaría de que cada uno dispusiera de la correspondiente escritura de su propiedad. Y así, las viviendas iban a quedar terminadas y distribuidas en el mes de agosto de 1982. En esa oportunidad todos pudieron hacer fiesta en un acto popular en que fueron a acompañarlos el obispo de Lomas de Zamora y las autoridades municipales.
Para el año siguiente, conforme a la idea comunitaria del P. Daniel y al compromiso de los socios, quedaría también concluida la construcción de la Capilla Nuestra Señora de Caacupé, junto a la cual se irían añadiendo una guardería para niños y otros locales de servicio pastoral. Después tocaría dar otros pasos ordenados al mejoramiento urbano del conjunto de aquel pequeño barrio.
Más allá y en bicicleta
Hasta 1981 Daniel venía realizando todo lo hasta aquí reseñado desde su centro de Barracas y desde su comunidad de Constitución, en la Capital Federal. Aquel año sería para él un tiempo de sinsabores. En febrero recibiría, desde la lejana Valladolid, la noticia del fallecimiento de su padre D. Lucio. Por otra parte, su implicación y sus reivindicaciones a favor de la gente de la Villa 21 le estaban trayendo no pocas incomprensiones y medidas restrictivas, sea de parte de las autoridades militares que gobernaban Buenos Aires, sea también de parte de la arquidiócesis primada, que solicitó del Superior Claretiano que Daniel fuera alejado de la Capital.
Los barrios del sur
Consecuencia de lo dicho iba a ser el traslado del P. Daniel al Barrio Santa María, en Berazategui, territorio de la diócesis de Quilmes. El traslado pudo concretarse gracias a un acuerdo de colaboración pastoral entre el obispo local, Mons. Jorge Novak, y el Provincial Claretiano, P. Raúl Mehring. En agosto del 81 Daniel asumía el servicio pastoral de aquel barrio pobre, residiendo junto a la Capilla de la Asunción de María. Desde allí continuaría ocupándose del barrio Caacupé, de José Mármol, que, como hemos recordado, para esas fechas estaba todavía en construcción. Sólo en 1990, cuando este barrio Caacupé había quedado bien configurado y organizado, la atención pastoral del mismo pasó a otros sacerdotes y Daniel pudo dedicarse plenamente al Barrio Santa María. Allí su tarea tendría las mismas características en busca de generar comunidad y espacios de vida digna para los pobladores. Testigo es el hecho del nuevo templo que allí consiguió construir en sustitución de la antigua capilla de madera y que fue solemnemente inaugurado por el Obispo Novak el 14 de agosto de 1983. Allí se plasmaría también el proyecto de la “Guardería Belén”.
Entre tanto, durante aquellos nueve años, Daniel abordó sin amedrentarse el desafío de los kilómetros que se interponían entre una capilla y otra, entre un barrio y otro. Para la hora reloj que el recorrido le demandaba contaba con su bicicleta, la misma que le venía prestando incansable servicio desde muchos años atrás y que lo iba a acompañar hasta el final en su ir y venir por aquellos barrios, entre su gente.
Residiendo en la Capilla de la Asunción de Santa María, en jurisdicción parroquial de Nuestra Señora de la Merced, de Ranelagh, el P. Daniel se ocupaba también de otras capillas del sector: Santo Tomás de Aquino y Jesús de Nazaret. A ellas se iban a agregar pronto otras tres comunidades. En 1987, el desarrollo eclesial alcanzado por este conjunto llevó al Obispo Novak a constituir una cuasiparroquia, confiada al P. Daniel.
Desde aquel mismo año 87 quedaría vinculado a la comunidad inserta que los Claretianos acababan de establecer en el Barrio San Jorge, de Florencio Varela, casi en la misma orilla sur del inmenso conurbano bonaerense. También el establecimiento de esta comunidad era el resultado de un acuerdo entre el Obispo Novak y el Provincial Raúl Mehring. Hacía años que Daniel venía proponiendo a la atención de sus hermanos claretianos, y particularmente de sus superiores, el desafío misionero que los siempre más numerosos barrios populares y villas de emergencia de la zona sur de la Capital significaban para el proyecto evangelizador de la Congregación, que en sus asambleas había ya expresado su opción por los sectores más populares y más pobres.
En San Jorge Daniel encontraría como párroco a su amigo el P. Valentín Simón y al P. Segundo Vega. El pequeño grupo comunitario dedicaba un día de la semana a confraternizar, a orar juntos y a reflexionar sobre la tarea pastoral confiada a cada uno. Allá acudía sin falta Daniel, naturalmente en su bicicleta, para regresar al final del día a su Capilla de la Asunción de Santa María. Todo llevaba el cuño evangélico de la alegría y la disponibilidad. Por su parte, en aquel ambiente de pobreza, Daniel llegaría a renunciar al periódico viaje de visita a los suyos de España: en veintitrés años viajó sólo dos veces. Y para beneficio de sus pobres llegó a vender la clásica capa castellana que había sido de su abuelo…
Un misionero, un estilo
El largo recorrido biográfico, espiritual y misionero de Daniel lo pone ya en sus cincuenta años. Años de madurez en su proceso íntimo y en los frutos de su servicio eclesial entre los más humildes. Una madurez que significa plenitud de desarrollo de sus notables dotes humanas y plenitud también de comprensión de la propia identidad vocacional de servicio misionero, en cuanto discípulo de Jesús.
Sus convicciones estructuraban su vida. En ellas encontraban razón su modo de ser y sus actividades. Su clara inteligencia había desarrollado desde la primera juventud un fuerte sentido crítico, que en el espejo de su conciencia se traducía ante todo en responsabilidad respecto de cuanto estuviera en sus manos. Su tenacidad, expresada en su modo de actuar y en las obras que realizó, era la misma que lo modelaba interiormente desde la clave de la entrega de sí, a la manera de Jesús. De ahí que resultara claro que su apasionamiento no tenía otra fuente que el Evangelio.
Implacable en su razonar, era sin embargo abierto a un diálogo que, además, se traducía en búsqueda y en disponibilidad cuando, con sus superiores, se trataba de lo relacionado con el propio camino de vida. Visto desde hoy, se puede decir que fue este su talante el que hizo posible que los varios momentos críticos que le tocó vivir encontraran una salida no sólo positiva sino también plenificadora.
Tal vez por el impacto de su experiencia romana de tiempos conciliares, asumió con entusiasmo el trazado pastoral que el Vaticano II había dejado para esta nueva época. Y, por eso, no pudo menos de sumarse al impulso operativo que, sobre la huella del Concilio, significó para América Latina la asamblea episcopal de Medellín. Las líneas de este gran proyecto eclesial están a la vista no sólo en lo que Daniel escribió o en lo que predicaba sino principalmente en sus obras. Y se pueden identificar algunos temas que tuvieron particular relieve en su ministerio, como la religiosidad popular, la opción por los pobres, la paz social y la concordia entre los pueblos. Se hizo voluntariamente mendicante a favor de los más necesitados. Con su bicicleta de acá para allá, por años fue tocando puertas en busca de cualquier tipo de ayuda. Y, combinado con su andar incansable, hacía funcionar también machaconamente el teléfono de negocios, de oficinas públicas y de privados, empeñado en ampliar la red de solidaridad que, más allá de paliar una emergencia, miraba a generar nuevas actitudes para un cambio social. Sin duda, fue este gran sentido de comunidad eclesial el que permitió a Daniel dejar atrás sin resentimiento las incomprensiones y reprimendas de algunos prelados y seguir adelante con incansable generosidad en su anuncio del Evangelio a los más pobres. De esta misma raíz resultaba su coherencia de vida en total austeridad y transparencia.
De caminante a peregrino
Caminando junto al pueblo humilde y a su servicio, el P. Daniel fue comprendiendo y haciendo propia la sensibilidad religiosa de su gente y valorando el potencial evangelizador de sus tradiciones. Por eso, entre tantas otras cosas, ya desde 1969, fue participando con creciente entusiasmo en la Peregrinación anual de las villas a Luján hasta convertirse en uno de sus principales promotores. Eran un momento fuerte de oración y reflexión, inspirado en concretos temas que las situaciones de vida sugerían año tras año: acción de gracias, esperanza, súplicas por la salud y el trabajo, “para tener manija en la obra de construcción de la propia casa”, para que surja una patria grande latinoamericana, etc. Todo eso se inspiraba y encaminaba a través de María, presencia y atracción vital para este pueblo en su santuario de Luján.
Daniel se ocupaba además, y con gran ahínco, de la parte logística de estos eventos, que movilizaban miles de personas y que se realizaban cada año entrada la primavera. Lo mismo que para convocatorias en los barrios, le servía para animar los cantos una trompeta que había conseguido años antes y que le costó trabajo dominar.
En 1987, establecido ya en la Asunción de Santa María, de Berazategui, Daniel comenzó a promover las Bicicleteadas a Luján, que iban a adquirir muy pronto carácter diocesano, con todo el apoyo del obispo Novak. También aquí se buscaba desarrollar una espiritualidad encarnada, reflexionando cada año un tema de actualidad para los creyentes, como la justicia, la paz, el cuidado de la naturaleza, el desarme, etc., que podía ir acompañado de determinados gestos testimoniales (v.gr. la quema de juguetes infantiles de guerra, la entrega de pro-memorias en el Parlamento o en embajadas como la de Estados Unidos, la Unión Soviética, Irak).
Último recorrido
Era octubre de 1992. Daniel venía preparando minuciosamente la 6ª Bicicleteada a Luján, prevista para el mes siguiente. El domingo 25, último del mes, fue celebrando en las capillas de su jurisdicción a los 51 Mártires Claretianos de Barbastro, que esa misma mañana el Papa Juan Pablo II había beatificado solemnemente en Roma. La impactante historia de estos jóvenes mártires le dio ocasión para hablar de la muerte como entrega de sí, donación de la propia vida.
El P. Simón relata así lo que sucedió a continuación: “Serían las 21 horas cuando subió a su bicicleta para llegar hasta el Cruce Varela, donde había colocado un pasacalle anunciando la Bicicleteada a Luján. Pensaba que la tormenta de las 15 hs. lo habría estropeado. Recorrió unas cuadras por el Camino General Belgrano y un colectivo lo atropelló desde atrás, arrojándolo a un costado del asfalto, sobre piso de portland. El golpe en la cabeza fue muy fuerte y le produjo la muerte instantánea. Ya había dicho algunas veces que no moriría en la cama sino trabajando, quizá atropellado por un camión o un colectivo. Y así sucedió”.
El desconcierto de sus compañeros, de la diócesis y de la gente en general se transformó muy pronto en una convocatoria masiva, con manifestaciones de dolor unidas a testimonios de agradecimiento por su dedicación a los más necesitados y de veneración por su vida de ejemplar seguidor de Jesús misionero. El velatorio de sus restos se realizó en su capilla de la Asunción de Santa María, donde el Padre Obispo Jorge Novak presidió una solemne concelebración el lunes 26 a las 17 hs.
El martes 27, luego de una celebración eucarística en que participaron muchos sacerdotes de la diócesis y de la Congregación claretiana, acompañados por numeroso público, se puso en marcha a las 10.30 el cortejo fúnebre de nueve autobuses y otros vehículos que fue visitando las capillas que Daniel había atendido pastoralmente: primero en Berazategui y después en José Mármol, para llegar en torno a las 14 a la capilla de Caacupé, de la Villa 21, en Barracas. Eran las 15 cuando el cortejo llegó al cementerio de Flores, de la Capital, donde se sumaron hermanos de las comunidades claretianas de Constitución y La Paternal. Allí, en la bóveda ‘Corazón de María’, quedaron depositados, como en un apacible final de recorrido, los despojos del caminante incansable, mensajero de buena noticia por las calles de los más humildes.
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Los pobres no lo olvidaron
La memoria del P. Daniel sigue sosteniendo a las comunidades por él formadas. Su nombre es recordado acá y allá, siempre con gratitud y con una fuerte carga inspiradora. En su hoja semanal, el Obispo Novak publicó, a manera de carta dirigida a Daniel, un testimonio vibrante sobre su vida, su espíritu misionero, su entrega.
Ya para el primer aniversario de su fallecimiento, las comunidades, no sólo oraron por él en las acostumbradas novenas de sufragio, sino que plasmaron de muchas formas su agradecimiento. En José Mármol, frente a la capilla de Caacupé se descubrió un busto de Daniel. En Berazategui (Santa María) fueron dedicadas a su recuerdo una calle y una plaza. En la capilla de Santo Tomás quedó instalada como reliquia la bicicleta que lo acompañó por aquellos caminos. En el lugar del accidente que le quitó la vida, se erigió una gruta que recuerda su entrega total al servicio de los demás. De todo ello fue testigo su hermana menor María Gloria, que llegó desde Valladolid para unirse a los humildes de aquellos barrios y experimentar ella misma el cálido afecto que había rodeado siempre a su hermano misionero.
María Gloria volvería a la Argentina en 2002, al cumplirse los diez años de la muerte de su hermano. Tras la demanda masiva de la gente y de los sacerdotes villeros, los superiores habían autorizado el traslado de los restos de Daniel a la parroquia de Caacupé, en la Villa 21 de Barracas. El traslado se realizó el domingo 27 de octubre de aquel año, con un recorrido pleno de fervor, de variados signos, plegarias y cantos para la ocasión, visitando también esta vez lugares significativos como la parroquia de María Madre del Pueblo y el Santuario de Pompeya. Una vez llegada la marcha a la Villa 21, el Cardenal Jorge Bergoglio presidió la Eucaristía y, como otras personalidades presentes, dio su testimonio acerca de Daniel. En un ambiente de fiesta popular y de gran colorido, se hizo luego la tumulación de los restos junto al altar mayor.
En esos días, el Misionero Scalabriniano Héctor Zúñiga C. presenta en la Facultad Teológica del Salvador una tesina que reflexiona sobre la obra y mensaje del P. Daniel. Por otra parte, ese mismo año se comienza a construir en la Villa 21 una escuela infantil (la nº 7 del DE 5), a la que dos años después (6 de agosto de 2004) se le impondrá el nombre “Padre Daniel de la Sierra”. Es también el nombre que lleva el Centro Juvenil de la calle Pepirí 1462, en el mismo barrio.
En lo que fue el mundo de Daniel su recuerdo sigue dando frutos de vida. Su nombre se emplea para designar los sueños y las luchas de los más sencillos.
Su experiencia de caminar entre los pobres ha dejado muchas señales: señales que invitan a andar también hoy, con el Evangelio hecho mensaje de vida y gesto de servicio, el mismo camino de Jesús, luminoso entre las incertidumbres y los desafíos de los nuevos tiempos.