DIFUNTOS DE LA
CONGREGACIÓN, FAMILIARES Y BIENHECHORES
Recordamos en este día de noviembre a todos aquellos que se nos han ido y a los que nos ha unido diversos lazos de carne, de fe, de vocación, de amistad, de trabajo, de cercanía, de caridad. Su partida nos deja irremediablemente en el alma una perdurable sensación de soledad y de dolor. Un fino desgarro nos asola con su partida. Es aquella experiencia que Gabriel Marcel comprendió perfectamente cuando agudamente decía que «el verdadero problema no es mi muerte, sino la de los seres queridos». Es cierto: morir sólo es morirse; pero ver morir a los que se ama es una mutilación para la que la naturaleza humana no parece estar preparada.
Las Constituciones de 1971, antes de prescribir los sufragios, consignaban en sencillas palabras un verdadero homenaje de caridad hacia los que nos precedieron. El texto, aunque corregido, bien merece ser recordado: «Nuestros hermanos que, después de haber trabajado en la viña del Señor, descansan en Cristo aguardando la resurrección y la venida del mismo, continúan unidos en íntima unión de caridad con nosotros que todavía peregrinamos. Por tanto, estamos obligados a rogar a Dios por ellos y a honrar sus cuerpos que fueron vaso de elección».
¿Cómo debemos proceder ante la muerte de un hermano, de un familiar o de un bienhechor? El Directorio, recogiendo las indicaciones del número 19 de nuestras Constituciones, detalla las actuaciones que deben realizarse en esas ocasiones:
«Al morir un misionero se le enterrará en el lugar de su fallecimiento y se celebrarán las exequias según lo prescrito en las Constituciones, n. 19. Se ofrecerán los siguientes sufragios en favor de los difuntos:
- Por los difuntos de la Congregación, tanto profesos como novicios: Sesenta misas por cada difunto de la propia comunidad. Si los miembros de ésta no las pueden celebrar, las harán decir por medio de la Colecturía provincial o general. Una misa en el primer aniversario por cada difunto de la propia comunidad, si es posible en concelebración comunitaria. Cuatro misas anuales en cada comunidad por los difuntos de la Congregación en general.
- Una misa anual en cada comunidad por los padres difuntos de los miembros de la misma.
- Cuando ocurra la muerte del padre o de la madre de alguno de los nuestros, se le aplicarán tres misas en la comunidad en que resida alguno de sus hijos.
- Por nuestros bienhechores difuntos se ofrecerá en cada comunidad una misa anual» (Dir 54).
Pero, ¿por qué hemos de proceder así? ¿Qué razones nos impulsan a pormenorizar al detalle las actuaciones? ¿Qué nos mueve a convertir esas prescripciones en costumbre? Las razones se entienden acudiendo al corazón en sintonía con la fe. Sabemos que la comunión con estos hermanos nuestros no se interrumpe con la muerte. No nos desinteresamos de ellos después de nuestra despedida en la liturgia de exequias. Entran en el misterio de Dios. Con la Iglesia rogamos por ellos a Dios. La intercesión por nuestros difuntos, claretianos, familiares y bienhechores actualiza nuestro amor hacia ellos en la fe en el Dios Salvador. En nuestra intercesión hacemos su memoria ante Dios, y establecemos una misteriosa solidaridad y comunión, ponemos en acto nuestra amistad y experimentamos esperanza y consuelo.
Toda tristeza por la partida de un ser querido, sea compañero, familiar o bienhechor es sagrada. La fe no cura todas las heridas, pero sí aclara algunas y hasta las mitiga cuando va unida a la esperanza. Esa esperanza, afortunadamente clavada en nuestro corazón, nos certifica que los muertos no se mueren del todo. Esa esperanza no es algo que nosotros fabriquemos a golpes de deseo, sino que está apoyada en el mismo centro de la naturaleza humana e iluminada por la fe en la resurrección de Cristo.
¿Quién nos certifica que todo esto no son simples palabras hermosas? Lo certifica el amor, que sabe que la muerte no es el final de todo. Lo certifica —para los creemos el Evangelio de la Vida— Jesús el Señor, que sí estuvo al otro lado, que conoció las dos caras de la realidad y nos prometió que Él nos esperaría en la otra orilla.
Cuando, desde esa fe nuestra, mantenida tercamente contra toda evidencia, celebramos los sufragios, sabemos que éstos no son aranceles impuestos por Dios para conceder la felicidad en el cielo a un hijo suyo pecador que ha muerto sin una purificación total. El Padre es todo gracia, gratuidad, misericordia entrañable, amor. Nuestras oraciones no tienen el objetivo de mover el corazón de Dios a misericordia; sino que son más bien la oportunidad que tenemos de expresar y actuar nuestro amor hacia nuestros hermanos y amigos en la presencia de Dios, que es el ámbito en el que toda relación interhumana es auténtica, real y benéfica. Es por tanto una expresión sublime de vida comunitaria.
En la mayoría de nuestras comunidades es ya costumbre añeja hacer memoria diaria en la oración de la mañana o de la tarde de nuestros hermanos fallecidos en ese día con la lectura del Necrologium. Este gesto bello y tan humano, además de mantener viva la memoria de los nuestros, nos evidencia que ninguno de nosotros, después de nuestra despedida, quedaremos borrados de la memoria congregacional. Y así nuestra comunidad pasa lista simbólicamente cada año de todos sus miembros y con esa memoria se refuerza su fidelidad y agradece su identidad.
Esa costumbre conviene –en su oportuna medida– extenderla también hacia aquellas personas que, por tantos motivos de sangre, de colaboración misionera o de caridad, se mantienen vinculadas a nosotros con lazos que nunca deben ser ingratamente olvidados. Nuestro recuerdo hacia ellos, vaciado en gestos de oración e intercesión, se convierte así en un homenaje repetido que desempolva y actualiza nuestro reconocimiento y gratitud hacia quienes tanto debemos. Llevar a cabo todo esto no debería ser un deber realizado medio a ciegas, por costumbre, ni menos por ley dictada.