“Oh Reina de la montaña.
Oh ciudad del alma mía:
Dos hombres has dado a España
Que no tienen parigual
Balmes en sabiduría
y Claret en santidad”
(Jacinto Verdaguer)
Del 8 al 23 de febrero de 1848 iba Antonio Mª. Claret a tener unos de esos días que solemos llamar inolvidables. Estaba en la plenitud de su joven vida, 40 años. Tenía ante si un mundo para misionar, las islas Canarias, y se encontraba en Madrid rodeado de íntimos amigos mientras esperaba impaciente la consagración episcopal en la iglesia de san Isidro de D. Buenaventura Codina, religioso paúl a quien acompañaba en su aventura misionera. Mientras examinaba los ornamentos pontificales para la consagración en el piso donde se hospedaba de la Plaza de las Cortes, D. Fermín de la Cruz cogió la mitra y se la colocó a Claret en la cabeza. Una broma que él aceptó sonriente sin saber que era preludio de tiempos venideros.
He querido comenzar con una sencilla anécdota que puede acercarnos a un hombre que de puro ensalzarle como santo corremos el peligro de que un día se nos desvanezca en lo irreal.
Humano
Pero Antonio Mª. Claret era así,
tan real como cuando le vemos en los daguerrotipos y fotos que
providencialmente se conservan, en un tiempo en que eran tan escasos. Fotos de
grandes fotógrafos de Corte como Laurent, Valle, Alviach, Alonso Martínez,
Mook, Trinquart (París), Hanagatt (Perpiñán), Le Lieure (Roma). Combinadas con
las numerosas litografías, cuadros, dibujos y heliotipias de pintores de la
talla de Luis Madrazo, Rafael Benjumea o G. Hernández Amores podemos sacar una
imagen bastante aproximada del físico de Claret. Y es curioso porque a Claret
no le gustaba que le fotografiasen. Cuando en Barcelona le engañaron para que
se retratase, el fotógrafo le envió, después de algún tiempo, un retrato de
cuerpo entero con marco dorado. Apenas lo vio volvió la espalda y dijo a D.
Paladio Curríus: “Quite usted eso de aquí, ya me tengo por visto”.
Preguntado qué quería que se hiciese con él respondió: “Haga usted lo que
quiera y no me hable más de él”. A pesar de todo resulta curioso saber que
fue precisamente con un retrato con lo que pagó a los Padres Mercedarios su
hospedaje en Roma con motivo del Concilio Vaticano I. Fue lo único que aceptó
el P. Nazzarini, superior de la comunidad. Y Claret supo cumplir enviándoselo
desde Francia pasados veinte días.
No obstante nos quedan también curiosas descripciones de su físico, además de las descritas en los libros de los PP. Mariano Aguilar y Jacinto Blanch. He aquí algunas quizá desconocidas. “Edad 31. Estatura baja; pelo, castaño; ojos, pardos; barba…; color, bueno” (Pasaporte de 1839). “Era bajito, regordecito, sencillo y muy franco” (Sor Felipa Salarich, hija de la Caridad, que le conoció en Canarias). “Era trigueño, de frente despejada. Su modo de hablar, natural y sin alteraciones. A través de sus facciones, siempre risueñas, se reflejaba la espiritualidad de su vida” (D. Roque Guerra, hijo del médico que le atendió en Holguín). “De baja estatura, de pobladas cejas que ponen límite a sus ojos de mirar penetrante, frente amplia, mejillas redondas y coloradas que ostentan las cicatrices del martirio, andar majestuoso, trato dulce y afable que en las más indefinibles de las sonrisas ponía todos los encantos de su avalorada santidad” (Antonio Ronda, catedrático, que le conoció de seminarista en El Escorial). “Estatura más bien baja que mediana, de carnes llenas, sin llegar a la gordura; de cara ni agraciada ni fea; de color opaco con tendencias a moreno más bien que a blanco, pero de rasgos vigorosos y líneas pronunciadas con la cicatriz bien manifiesta” (D. Cesáreo de la Riva, sacerdote que conoció a Claret en Madrid).
Y si queréis detalles menores os diré que en los últimos años usaba gafas, aquellas que dejó olvidadas en Daimiel a la vuelta del viaje a Portugal. Que le gustaba compartir el chocolate de la tarde con los amigos y no perdonaba la siesta de diez minutos reclinado sobre los brazos. Que pintaba, y bien. Y algo más, que tenía preferencia por el bacalao.
Simplemente humano
Pero ¿y si intentáramos penetrar un poco más en ese retrato superficial que acabamos de describir? Podríamos comenzar por preguntarle al mismo Claret. Claro que pedir que hable de sí mismo a alguien que ha escrito su propia Autobiografía es como pedir lo que ya tenemos. No obstante intentémoslo.
D. Buenaventura Pou y Capel contaba en su ancianidad que una vez, siendo monaguillo en Mollerusa, tuvo que acompañar a Mosén Claret y a su padre al vecino pueblo de Molnés, a pie como era costumbre en el misionero Claret. Observaron que el P. Claret sudaba abundantemente y tenía que limpiarse frecuentemente con el pañuelo. El padre de D. Buenaventura le dijo: “Padre, nosotros le estamos cansando a usted.- No, no hagan ustedes caso de mi sudor, pues yo hago como los perros, que pronto saco la lengua, pero no me canso nunca”.
Una vez el Sr. Obispo de Vic se encontró con Claret por la calle y le comentó: “Usted debe fatigarse mucho con tanto predicar.- No, excelentísimo señor; porque yo no soy más que la corneta de Dios, y la corneta no se cansa, ni el que la toca tampoco, porque es Omnipotente”.
Otra vez visitando el hospicio de las Hermanas de la Caridad de Madrid notó que dos religiosas, Sor Felipa Casas y Sor Rosenda Charro, querían hacerse con su sombrero como reliquia. Leyéndoles el pensamiento el P. Claret les impidió la intentona diciéndoles: “Dejen, dejen estar a mi pobre sombrero, y déjenme también a mi en paz, porque disto mucho de ser por lo que algunas me tienen”.
Cuenta Sor Felipa, hija de la Caridad, que el P. Claret, en el barco camino de Canarias, les comentaba: “Aquí no necesitamos libros para meditar. Dios arriba, mar abajo y nosotros solos aquí, en esta madera”.
Carlos Luis de Cuenca escribió en El Debate un artículo titulado: “Cosas del Madrid viejo” en el que se refiere al P. Claret, y entre otras cosas cuenta su reacción ante la noticia de su elección como arzobispo de Santiago de Cuba: “Ustedes no me conocen; porque, a conocerme, no se les hubiera venido jamás en mientes semejante idea. Ustedes me ven desde muy lejos, y no es extraño que a tan larga distancia se hayan figurado ver un pastor donde no hay más que un pobre cordero. Créame vuecencia; yo puedo servir algo para trabajar, pero no sirvo para mandar. Tratan ustedes de sacarme de quicio”.
Una vez el P. Estanislao March,
jesuita, cuando era niño vio al arzobispo Claret en Manresa, regresado ya de
Cuba, y fue a besarle la mano; le preguntó Claret qué quería ser, y habiéndole
respondido el niño con toda resolución: “Obispo”, le puso la mano en la
cabeza y le respondió: “Vale más que seas un buen misionero”.
Se quejaba el obispo de Badajoz, D. Fernando Ramírez, de que una vez llegó en visita la Reina a la ciudad, acompañada del P. Claret. La Reina quedó hospedada en su Palacio mientras Claret se fue a alojar en el Seminario, dejándole a él de inexperto cortesano. Contaba el obispo: “Se lo manifesté la primera vez que nos vimos, al venir él a saludar a Dña. Isabel, y por toda contestación se me echó a reír, con semblante agradable y candoroso, y añadió: Bueno, no me riña usted por esto”.
D. José Mazarrasa fue a Madrid a visitar al arzobispo Claret. “Qué se le ofrece a usted? Le preguntó el Prelado, al ver que permanecía callado. – Ver a V.E., contestó el sacerdote visitante.- Míreme usted bien, le dijo el arzobispo poniéndose de frente, y volviéndose de uno y otro lado, le repitió: Vuelva a mirarme”.
Escuchemos a Claret dando consejos a su antiguo compañero en Cuba, P. Juan Nepomuceno Lobo, ingresado jesuita, en una carta: “Ya hace algún tiempo que el Señor me cría y me trata a lo jesuita, esto es quitándome lo que más quiero, y negándome lo que más deseo… La experiencia me ha enseñado que, para adelantar en la perfección, conviene ser amigo del silencio, y así no hablo ni escribo, sino por necesidad, y siempre con las menos palabras posibles…”.
El P. Victorio Loyódice, redentorista, conoció al P. Claret durante el Concilio Vaticano I. Un día le visitó y al recaer la conversación sobre su catecismo le ponderó, sobre todo, la claridad. Y el arzobispo le contestó: “¿Y cómo no había de ser claro si me llamo Claret y Clará?”.
Hablando de sus sensaciones durante el Concilio comentaba a la Madre París: “En el Concilio nos contamos por orden a antigüedad de promoción: yo estoy en el número 40. Soy de los viejos”. Y no tenía inconveniente en describir su lamentable estado tras oír ciertas cosas en las sesiones del Concilio: “me dio una indignación tan grande que la sangre se subió a la cabeza y me produjo una afección cerebral: la boca no podía contener la saliva, e involuntariamente se desprendía por un lado, singularmente por el lado en que tengo la cicatriz de la herida que recibí en Cuba; además la lengua se me entorpeció mucho…”.
Profundamente humano
Ante la nítida luz de su Autobiografía estos testimonios personales no escritos por él son simples destellos superficiales, quizá hasta parciales, tamizados por la distancia y el cariño, pero que también ayudan a describir la atractiva humanidad de un santo como Claret. Aún podemos ir más allá. Esta vez no a través del recuerdo de sus palabras sino del testimonio de personas que, pasados los años, nos descubren con detalles imprecisos la silueta inconfundible de un hombre profundamente humano.
El Dr. Joaquín Masmitjá, amigo del P. Claret en su juventud, comentaba: “Varias veces he dicho que le consideraba en la iglesia como un santo, y en casa como un ángel, en ésta por ser tan jovial, y fuera de ella, tan grave”.
A todos nos ha impresionado
alguna vez la escena del intento de asesinato de Claret en Holguín, pero pocos
se han fijado en la persona que le taponó la herida con un tafetán inglés
cuando se desangraba sobre una mesa en una farmacia frente a la iglesia de san
Isidoro. Se trataba del médico D. Manuel Guerra. Menos aún conocen el modo cómo
el P. Claret correspondió a aquella atención. Lo cuenta D. Roque, el hijo del
médico: “Cuando fue a España le envió un juego de café: era de plata , bien
tallado, y que valía unos doscientos duros. Se perdió durante la guerra.
Después sostuvo correspondencia epistolar con el Venerable”.
D. Juan Francisco Pérez Valbuena, abogado, alcalde de León y gobernador de uno de los Estados de Filipinas contaba de cuando estudiaba en el Monasterio de El Escorial que un día el P. Claret vio cómo dos alumnos se negaban a servir a la mesa. El arzobispo, sin decir palabra, se levantó, fue a la cocina, se puso el mandil de servir y, como si nada hubiese pasado, se puso a servir a los demás como el último de los estudiantes. Desde entonces nadie más se negó a servir a la mesa. D. José Fernández Montaña, Auditor de la Rota y seminarista en El Escorial, también contaba cómo un día observó al Sr. Arzobispo en uno de los corredores del Monasterio cubiertos su hábitos arzobispales con una bata o guardapolvo, empuñando un palo largo con un plumero en el extremo, y forcejeando con el Rector del Seminario, D. Dionisio González, que pugnaba por arrebatárselo.
D. Juan Pérez Bueno, sacerdote de Murcia, recordando la visita del P. Claret a aquella capital terminaba diciendo: “Al marchar nos llamó a los tres pajes, nos regaló algunos ejemplares del libro Camino Recto, obra suya, y cien reales además, para que tuviésemos un recuerdo suyo, y dándonos saludables consejos y oportunas advertencias, se despidió de nosotros, abrazándonos con tal ternura que nos hizo derramar abundantes lágrimas”.
También nos habla de su débil humanidad la carta que la Madre Sacramento escribió, con su estilo entrecortado, a la Hermana Caridad: “Ayer lloró diciendo Jesús el P. Claret. Estuvo como sabes (en el sermón); está mal y adoramos el niño… El señor Claret está en cama y que vaya a verlo antes de la noche y voy”.
D. Joaquín Sarret y Arbós, archivero de Manresa, narraba la visita de los Reyes a aquella ciudad en 1860. “Iban acompañados del P. Claret, del general O’Donnell y muchos más… Recordamos haber visto al P. Claret -el Obispo de los Reyes le llamábamos- en medio de los infantitos, sentadito, amable, risueño, dando la bendición a las muchedumbres… Su fisonomía nos pareció simpática y verdaderamente popular”.
D. Luis Trelles y Noguerol, abogado y congresista, quiso mandar a su pueblo, que era Vivero, una imagen del patrón, San Luis Gonzaga, pero quiso que la bendijera antes el arzobispo Claret. Accedió muy gustoso el Prelado y bendijo la imagen; pero se le ocurrió después dar una broma a su amigo y poner en prueba su galleguismo y su genio vivo; posando la mano sobre la cabeza de la imagen se dirigió a ella diciendo: “Qué lindo santiño…!: ¡Lástima que vayas a Vivero…!”. – “¿Pero qué se ha creído V.E. que es Vivero…?”, fue la respuesta fulminante del diputado antes de que llegaran las sonrisas.
Cuenta D. Ramón Galve, sacerdote, que durante el tiempo que el ya anciano arzobispo Claret estuvo en el convento mercedario de San Adrián, en Roma, con mucha frecuencia ayudaba al hermano Fr. José Borrás, al que pusieron a su servicio, a barrer la iglesia, a fregar los platos y aún a servir a la mesa. Esto nos recuerda cómo ya haciendo los Ejercicios Espirituales en la casa de los PP. Paúles de la calle Princesa de Madrid, al comienzo de su andadura como confesor de la Reina, vivió entre ellos sin ninguna distinción y aún sirvió a la mesa con su mandil, según contaba el P. Pedro Sáinz, cronista de la comunidad.
Humano… y santo
Sólo una anécdota más. Si hasta
ahora hemos intuido la humanidad de un santo en ésta podemos intuir la santidad
de un hombre. Y sobran más palabras.
Lo cuenta Sor Dolores Aurrich, del Corazón de María, siendo ya anciana, en su convento de Sevilla. Ocurrió en Santiago de Cuba el año 1851. Estaba anclada en el puerto la fragata “Ligera”, a cuyo mando estaba el capitán de fragata D. José Ignacio Rodríguez de Arias. En una fiesta de salón oyó comentar sobre los sermones del P. Claret y quiso escucharle personalmente. Enterado que el domingo predicaba, bajó a tierra con la oficialidad fuera de servicio para que también ellos le escucharan. Empezó el sermón, y tanto el comandante como la oficialidad le escuchaban sin perder palabra. Cuando más entusiasmados estaban miró al reloj y dijo el comandante: “Bien sabe Dios con cuánta pena me voy, pero no tengo otro remedio, por tener que oír misa la tripulación, que me espera; pero ustedes se quedan y después me contarán el final de todo”. Al marcharse, el Sr. Arzobispo le vio salir, interrumpió el sermón, y dijo: “ya la fe se está acabando, tanto en la Marina como en el Ejército, que no quieren oír la palabra de Dios, y lo confirma el marino que acaba de salir”. Cuando llegaron a la fragata los oficiales le comentaron la alusión hecha por el P. Claret. El comandante tomó la pluma y le explicó al Sr. Arzobispo las razones que le habían llevado a salir de la catedral. Apenas la leyó el Santo envió tarjeta diciendo que aquella misma tarde a las cuatro pasaría a la fragata. Y así fue. Le esperaba toda la tripulación. Apenas llegó a cubierta le hicieron los honores de ordenanza, pero él, sin reparar en nada, se postró de rodillas ante el comandante. Éste le dijo: “Pero Señor, ¿qué hace?”. A lo que contestó Claret: “Hago mi deber; he faltado; tengo que reparar”. El comandante llorando le levantó, le besó el anillo y le abrazó. Al despedirse le dijo Claret al comandante: “El domingo le espero en la catedral”. Y allí estuvo. El comentario posterior del comandante fue: “Sufrí más por la pública satisfacción que me dio en el púlpito, que el domingo anterior”. Y aquello sí que fue el comienzo de una gran amistad.
Puede que entre estas anécdotas de humanidad haya imprecisiones, inexactitudes, exageraciones si queréis. No suponen seguramente materia para la vida de un santo, pero sí que os quiero decir una cosa, escribiéndolas he llegado a emocionarme. Y os voy a revelar un secreto. No he tenido que ir muy lejos para espigarlas. Estaban escondidas la mayoría de ellas entre las miles y miles de páginas que acumula esta revista del “Iris de Paz” a lo largo de su existencia más que centenaria (1889). Os invito a que, si algún día tenéis tiempo, os entretengáis en su lectura. Puede que os sorprenda descubrir que es un curioso e interesante modo de repasar la crónica de este siglo que termina. Un siglo que ha sabido mantener recuerdos imborrables de hombres tan “sencillamente humanos” como San Antonio Mª Claret.
Vicente Sanz Tobes cmf.